Josep
Maria Subirachs: la huella de los bronces
Escrito por sugerencia de la escritora Ana María Ferrin, que en el año
2011 lo incluyó parcialmente en su libro “El tacto y la caricia. Subirachs”.
Una parte entrañable -tal vez
incluso sustantiva-, de mi lejana adolescencia, transcurrió tras los bronces
del escultor Josep Maria Subirachs que ocupan la fachada principal del
santuario de La Virgen del Camino, León, obra del arquitecto don Francisco Coello
de Portugal y Acuña.
Unos bronces gigantes, sobre los
cuales rebotaban -como gotas de lluvia- los cantos gregorianos de un puñado de
frailes dominicos, la desgarrada música de un órgano convencional, tocado
por un magnífico organista, y las voces de un coro de muchachos que entonaban
-bajo una mano enérgica-, partituras de Haendel, de Vitoria, de Bach, de
Palestrina…
Esos bronces esbeltos, monumentales
en sí mismos y racionalmente pesados, -que representan a la Virgen elevada
entre los Apóstoles-, pusieron en mis ojos una incomprensible sensación de
ingravidez, con la que han convivido hasta el presente, un presente alejado de
aquel tiempo en casi medio siglo.
De hecho, en mi mente de ahora -sin
duda transformada por los años-, los bronces aparecen todavía con aquella
expresión de levedad, no sé si derivada del propósito del artista o inoculada
en mi cerebro por la asombrosa solidez de la inocencia.
Esculturas
metálicas,
bronces
elementales,
materia
sometida a gravedad.
¿Espejismos
del arte?
¿Efectos
de la fe?
¿Acasos
de la mística?
No
importa.
Su
forma es la figuración.
Son
esencia, no hay peso.
Fijaos
bien, ¿los veis?
Parece
que levitan.
No
los hunde el tamaño
ni
la crisis de la oración
ni
la merma de cantos y de fieles.
Ahí
siguen, excelsos,
no
bajan la mirada.
Incluso
se diría
que,
de un momento a otro,
van
a echarse a volar.
Mariano Estrada, Junio
2008,
incluido en el libro Huellas de admiración (2022)
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