Mueble rinconero que estaba en el cuarto de mi abuelo
El abuelo, fragmento inicial
Mi abuelo, además de una
cara simpática, tenía un mueble de rinconera para guardar sus secretos. Su
cuarto era grande, sobrio, misterioso… Aquella manta casera que cubría la cama,
el escapulario que siempre pendía del enorme cabezal, el crucifijo colgado de
la pared, las contraventanas de roble entornadas, el suelo recubierto de
irregulares maderas, la mesita de noche, la misteriosa mesita de noche donde
colocaba la vela o el farol o el viejo candil de aceite para leer (Un candil
que siempre me recordará las lamparillas, también de aceite, que mi madre utilizaba
para alumbrar a la Sagrada Familia, una
imagen que, por turnos rigurosos, con devoción supersticiosa, adoraban los
miembros de la Cofradía…). También
recuerdo aquel arca, aquella madera de generaciones, fantasmal, grande, aquel
baúl pesado del que yo siempre esperaba que salieran los muertos, las almas de
la noche, las almas que rondaban el campanario en la fría oscuridad de las
noches invernales: ¡Tan!... ¡Tan!... ¡Tan!... Aquellas campanas de la noche que
me hablaban de espíritus y miedos, que me hablaban de dolor, a veces, durante
horas inacabables, cuando Dios se acordaba de llevarse a algún anciano vecino:
¡Tan!... ¡Tan!... ¡Tan!... Las mismas campanas que, sin embargo,
incomprensiblemente, repicaban tan alegres las fiestas.