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sábado, 26 de marzo de 2022

Kiev: crónica 0. Los primeros contactos y el Museo Nacional. Año 2005

 

Centro de Kiev. Antonia y Rosa. Flores y gorriones. Cerca del garito de cambio de moneda

Kiev: crónica 0 (de Crónicas espontáneas, año 2005)

Los primeros contactos y el Museo Nacional

Como era de prever, Kiev tiene en su centro la belleza antigua de sus edificios, pero también la de sus árboles, la de sus flores, la de sus pájaros. Los pájaros de Kiev son, casi, como las palomas de San Marcos, en Venecia. Y no me refiero al tamaño, sino a la domesticidad. No lo comprobé, desde luego, pero posiblemente se les pueda dar de comer en la mano. Tanto se dejaban acercar. También me han llamado la atención esas hileras de chopos que discurren por el centro de las avenidas con la esbeltez del bambú, pero con mucha más altura, muchísima más altura.


    
El garito donde cambiamos el dinero estaba situado en un sótano, bajo una estrecha escalera de peldaños muy altos. En ese pequeño agujero había metidos, como al principio de los tiempos, un hombre y una mujer. Por lo que se ve, la manzana ya había sido engullida, puesto que ambos estaban condenados a ganar las habichuelas con el sudor de su frente. Es de suponer que el dueño del garito gane un buen dinero. En cambio, los expulsados del Paraíso y condenados a trabajar, lo hacen todo el santo día por cien euros al mes, quizás por menos…
    
A pesar de lo dicho, la realidad es compleja y tiene contradicciones muy gordas y llamativas, como esta que voy a exponer. Dice Antonia que aquí la vida es muy dura, que se trabaja mucho, que se gana poco… ¿Cómo se lo montan entonces las jóvenes ucranianas para salir de casa tan puestas? Visten muy bien y se arreglan más que en España. ¿Remedios caseros? ¿Colonias silvestres? ¿Imposibles estiramientos del ahorro? ¿Adulteraciones sucesivas de los cosméticos? No. Milagros de la Mare de Deu dels Desamparats, que, aunque tiene sede en Valencia, goza de una buena red de franquicias.
     Bromas aparte, parece que la vida es efectivamente muy dura y que la gente trabaja más horas que los viejos hacedores de tiempo. Lo que pasa es que uno de los trabajos que se ven obligados a tener no tributa a Hacienda. Me refiero, claro, a la economía sumergida.

Ante el Museo Nacional de arte de Ucrania. Antonia, Rosa, Marina, Andrea, Mariano

    
Por la mañana, como ya he dado a entender, fuimos al centro de la ciudad para proveernos de grivnias, y, por la tarde, fuimos al Museo Nacional, un edificio cuya arquitectura, a pesar de ser de finales del siglo XIX, se acopla mejor a los patrones clásicos de Roma o de Grecia que a ningún otro modelo existente en la ciudad de las cúpulas doradas o verdes, de los monasterios ortodoxos y del ancho y caudaloso Dniéper. Gracias al buen hacer de mi hermana, nos acompañó en la visita la directora del museo, la Señora Lila, que es, por lo visto, la persona que lo ha ido montando desde la fecha de la declaración de la independencia de Ucrania, que se produjo en 1991, un año antes de los Juegos olímpicos de Barcelona, que se celebraron en 1992. Lo curioso fue que nos dejaron hacer fotografías a discreción. Afortunadamente, yo llevaba una flamante sony extraplana con cinco megapíxeles de resolución y bien cargada de pilas. ¡Aleluya!

Busto de Taras Shevchenko, el poeta nacional ucraniano.

Rosa, ante un cuado del museo. Creo recordar que la mujer del cuadro cintemplaba la devastación

     El Museo me ha parecido realmente interesante, ya que, entre otras cosas, está muy bien reflejada una parte esencial de la Historia de Ucrania, que es la que relata su hambruna de 1930 a 1940; la que enumera sus muertes, su sangre, sus miserias, sus horrores. Hay que tener en cuenta que, durante la colectivización forzosa de sus granjas ordenada por Stalin, hubo, en total, unos cuatro millones de muertos. De ahí procede el profundo resentimiento de Ucrania hacia Moscú, que es de donde partían las órdenes e imposiciones del dictador.

Contemplando uno de los cuadros del museo

En este cuadro se indica que, en la dominación soviética, ni siquiera el amor podía exteriorizar sus emociones

     Tras la visita al Museo Nacional, recalamos en la Plaza de la Independencia (Maidán), que tantas veces vimos en las televisiones españolas con motivo de la llamada Revolución Naranja (que empezó en el otoño del año 2004) Una plaza, por otra parte, muy céntrica, muy de tránsito hacia otros lugares y, a determinadas horas del día, extraordinariamente concurrida. Pues bien, en una esquina de esta plaza, en una especie de subterráneo al que se accede por una escalera mecánica, han hecho un centro comercial que, en lo tocante a la hostelería, está perfectamente surtido… de basura. Pero eso no es ucraniano, eso es la porquería que ha llegado aquí del lugar de donde ahora vienen los niños ¿De París? No: de Estar-dos-Unidos. ¿De dónde, si no, son los McDonald’s?

Rosa contemplando un impactante abrazo de despedida (que podía ser también de recibimiento)

    
Y hablando de comida, allí empezamos la búsqueda de un restaurante adecuado para cenar, y para ello tendríamos que correr muchos árboles, muchas calles, muchas cuadras, como dirían los paisanos de Mar, que suelen ser todos argentinos y, muchos de ellos, gauchos. Quiero decir que hay pocos restaurantes en la ciudad y no es nada fácil hacerse con uno.
    
Finalmente, cenamos muy bien…Aparte de Antonia, de Rosa y de quien esto os narra, la mesa estaba compuesta por los siguientes comensales: un pastor de almas mejicano, un fotógrafo vasco que viajaba en bicicleta, una estudiante arequipeña muy dulce y una filóloga argentino-ucraniana que, por cierto, tenemos asignada como guía, lo que es realmente impagable. ¿Imagináis lo que puede ser una ciudad para alguien que no sabe descifrar ni siquiera las letras del alfabeto ucraniano, que es una variante del cirílico? La erre es pe, la ene es i, la hache es ene… ¿Cómo puede uno aclararse en esas aguas desconocidas, aunque elementales, y salir medianamente airoso de esos laberintos idiomáticos?

En este bar ucraniano tenían a Gorbachov en el respaldo de todos sus sillones

    
Germán y Jesús (el cura mejicano y el fotógrafo vasco), hablan de ir a Chernóbil, pero acaso no puedan ir juntos, porque el vasco quiere ir en bicicleta y el mejicano bicicleta no tiene. Ni tampoco da la impresión de estar para esos trotes. Ya veremos si acabamos yendo nosotros. A Chernóbil, digo. Pero tampoco tenemos bicicleta. El cura Germán tiene un aspecto bonachón y ríe bien los chistes, incluso los que se meten a saco con el Clero. Con respecto a Chernóbil, siempre le queda a uno la sospecha de que, en su suelo, en su vegetación y en su ambiente pueda quedar algún rastro de radiación nuclear. Y eso da un poco de repelús. De hecho, parece ser que allí la vegetación es mucho más exuberante que en otras partes de Ucrania. Y la propia central no está adornada por una aureola de garantías, precisamente, sino por un sarcófago que infunde cierto grado de miedo.

Rosa, ante la exhuberancia de la vegetación en el Botánico de Kiev. A Chernóbil no fuimos

    
Ya en casa, cada mochuelo se dirige a su olivo y yo me acomodo ante el ordenador para escribir estas notas que, por supuesto, no pretendo que abarquen toda la ciudad, que es grande y hermosa, sino que sean un reflejo tenue de lo que de ella hemos visto. La temperatura es excelente y el lugar es apacible, pero, al cabo de un rato, el cansancio empieza a hacer mella en el cuerpo, que pide horizontalidad y cama. Ya es alta la noche. Puede que haya lobos en el jardín. Por la parte más alta de mis gafas está asomando la luna. Yo me miro las manos y, qué queréis, las veo llenas de pelos y licantropías. ¡Qué miedo! Dormiré pensando en Paul Naschy. Hasta que me despierten los primeros rayos del sol. Si es que antes no me despiertan las pesadillas. Dopo bacheña

Fachada de La casa de los niños que da a la calle Shervakova

 
   Mariano Estrada, septiembre de 2005

 

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