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miércoles, 8 de marzo de 2023

LA ROSA

 

Una rosa en el Montiboli

 

LA ROSA
 
En la clase había alumnos de varias profesiones y creencias. Todos eran mayores y trabajaban, al menos, ocho horas al día. Pero estaban allí porque querían mejorar el estatus, aunque algunos de ellos no supieran muy bien lo que era el estatus.
-Maestro-dijo de pronto el soñador- quiero que nos hables de la rosa.
-¿Qué rosa, muchacho? –respondió el maestro un tanto escépticamente. Y añadió- ¿La del jardinero, que la cultiva? ¿La del revolucionario, que la persigue? ¿La del poeta, que la canta? ¿La del místico, que la espiritualiza? ¿La del transido por una espada de amor, que la convierte en una baba constante y objetivamente indigesta?
-La rosa de los sueños, señor, la de Platón y Milton y Alejandría.
-Toda rosa es efímera, señor crédulo, incluso la que Coleridge trajo directamente del Paraíso.
-No estoy tan seguro como tú, Maestro. La rosa es metáfora de la vida, que se renueva. Y al mismo tiempo es sueño, y el sueño es promesa e incitación.
El maestro adoptó una interesante postura de pensador o de filósofo en trance y, tras un largo y hondo silencio, dijo:
-Tú no quieres que te hable de la rosa, ¿verdad, muchacho? Tú quieres que te diga simplemente que la rosa es eterna…
Dicho lo cual, adoptó un aire de suficiencia y se dirigió a la muchedumbre de los alumnos, a los que inquirió retóricamente:
-Muchachos: ¿Es eterna la rosa? ¿Es inmortal?
Pero éstos permanecieron cabizbajos y silenciosos. Tenían ganas de irse cuanto antes a sus casas. Eran más de las once de la noche, no habían cenado aún y al día siguiente tenían que levantarse muy pronto para acudir puntualmente a su cita con el trabajo. Cuando el maestro dijo que la clase había terminado salieron todos en estampida. Todos menos uno, al que parecía que le pesaban considerablemente las piernas.
Era verano, hacía calor y no se sentía capaz de afrontar el estrepitoso fárrago de las calles para ir a su casa. De manera que se dirigió al parque más próximo, se instaló cómodamente en un banco y se quedó profundamente dormido. Le despertó una algarabía de pájaros que cantaban la mañana sobre su aún entumecida cabeza. Muy cerca de él, un jovial jardinero silbaba desentendidamente mientras regaba un magnífico parterre de rosas. Tomó una de ellas y, dirigiéndose al soñador, se la ofreció diciendo:
-Toma, esta es la rosa de Ronsard, la que se marchita siempre en el pecho de la persona amada.
La tomó en sus manos, la apretó contra su pecho y exclamó: “Te marchitarás junto a mí y serás viento y paloma. Así tendrás ocaso y amanecer, muerte y resurrección. Tendrás pasado, pero también presente y futuro”.
No volvió a clase, tampoco a casa. ¿Tenía casa? En una pequeña nota marginal, el periódico local informaba de que un hombre había amanecido muerto en un banco del parque de los vagabundos y que sostenía una rosa en la mano. Añadía que la tenía tan apretada que le había hecho un pequeño surco de sangre.

Mariano Estrada, del libro Los territorios de la inocencia (2014)

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