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domingo, 5 de noviembre de 2023

Otoño

Quintanilla de Justel. Foto JMPiña


Otoño

Acaso por ausencia de meditación, o tal vez por asociación inconsciente con el tiempo luctuoso de los difuntos -entre los que tengo muy cercana familia-, siempre había creído que el otoño era una magnífica metáfora de la muerte. Y, en efecto, el vientre de las Horas se derrama en un color de tierra, el día es gris, la lluvia minuciosa, la tarde adquiere texturas de frescor, de oscuridad, de melancolía... Y las hojas caen, finalmente, aunque antes revisten de belleza la inminente desnudez de los árboles.

Sin embargo, quien se sienta a sí mismo como rama inseparable del paisaje, sabrá perfectamente que los árboles sin hojas y, por extensión el invierno al que sin duda simbolizan, siguen siendo excelentes manifestaciones de la belleza: eso sí, una belleza más íntima, más dura, mucho menos obvia, más fácil de percibir en los caminos de vuelta...

De otra parte, la caída de las hojas y los troncos consecuentemente desarropados, son extremos de un ciclo de la vida, pero no la consunción de la misma, que estaría representada, aquí sí, por la muerte del árbol, a la que luego me referiré. Y lo mismo que la tarde -en su inevitable camino hacia la noche-, conlleva el resplandor del lubricán, el otoño se resuelve en un vestido amarillo, un manto con lenguas de gravitación, unas hojas lentísimas que dejan sus resecas nerviaciones en los umbrales helados del invierno: allí donde se yerguen los árboles desnudos y mantienen su fría soledad como guardianes impasibles de su propia savia.

Pero no es un hielo eterno. Al contrario, el invierno -que "cabalga por los fríos con sus potros de nieve"-, es el mesenterio de la regeneración, el vientre mismo de la vida que, tras un hondo letargo, romperá sus ataduras en los primeros tizones del calor.

El otoño, contra todo lo que cabe suponer, no es una acertada metáfora de la muerte, ni siquiera una estación fronteriza. Antes bien, es un leve descanso, casi un pestañeo, la amortiguación de un previo sofoco y, sobre todo, una abrumación de color y de armonía que, depositados en el frío y rumiando una paciente soledad, incubarán los futuros esplendores de la naturaleza.

Por último, además de un árbol extenso y hermosamente adornado, el otoño es un abrazo telúrico, un beso de gozo y sementera, un éxtasis continuo de contemplación. ¿Cómo puede ser triste? Lo que a mí me entristece de verdad es el negocio de la madera, la química de los vertidos y los pesticidas, el arboricidio indiscriminado, las lluvias ácidas, las quemas esponsorizadas, la desertización, la incuria forestal, el esquilmo...Y también ciertos molinos de viento, colocados indebidamente, contra los que acaso tendrá que arremeter de nuevo D. Quijote. Un día habrá un sólo árbol en el mundo y entonces daremos nuestra hacienda por verlo. Será un árbol con hojas amarillas, ciertamente, pero no de un otoño esplendoroso, sino de una irremediable desolación, tal vez de una desaforada hepatitis. He ahí la metáfora.

Mariano Estrada, incluido en el libro Los territorios de la inocencia (2014)

 

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