Buscar este blog

viernes, 3 de diciembre de 2021

Otoño en la fragua. Fragmento

 Cañón del Tera, Sanabria. Foto JMPiña
 
Otoño en la fragua (Fragmento)

Jacinto y Tiburcio pasaron la adolescencia y gran parte de la juventud encerrados en un seminario, donde estudiaron religión, música, latín, filosofía y otras muchas cosas.  No se hicieron curas porque, llegado el momento, se percataron de que realmente no tenían vocación sacerdotal, aunque estuvieron muy a punto. Así que regresaron al pueblo, donde sólo había casas y campo: pocas casas y mucho campo. En una de esas casas, de planta baja, su padre había puesto una fragua que luego abandonó por enfermedad. Ellos la heredaron y la convirtieron en una forma de vida. No es que fuera muy buena, pero el trabajo tampoco les mataba. Además, estaban siempre juntos y, entre martillazo y martillazo, tenían mucho tiempo para filosofar, porque, eso sí, los dos se consideraban filósofos, tal vez un poco poetas. Y puede ser que lo fueran porque en el pueblo nadie les acababa de entender...

El otoño llegaba a su esplendor con sus colores de abeja y caramelo. El paisaje dejaba en la mirada una expresión de asombro que el pecho recibía con deleite y convertía en admiración y borrachera. Pócimas de roble, licores de chopo y de castaño, brebajes de nogal, mostos de parra... Saúcos, fresnos, álamos, negrillos... Exuberancias de color, lujurias líricas, multiplicadas incitaciones de gozo...
 
....

Cuando Tiburcio cerraba el obrador, martilleaba en su cabeza una lluvia fina que le iba bien al otoño. Dentro, en las planicies desoladas de su noble alma de cántaro, caían chaparrones de tristeza.
-Si es verdad que la lluvia sucede en el pasado, hermano, esto debe de ser el futuro.
-No te digo que no, Jacinto. La lluvia de este instante fue antes un presagio y una nube, el viento que nos mece venía ya de otra parte, las hojas que no paran de caer cayeron en un tiempo que nunca es el ahora. Acaso el invierno empezó con esta lluvia de otoño que en días venideros será de soledad y de frío. Las hojas volarán con sus colores y nosotros nos pondremos a la lumbre para alimentar los recuerdos y las salpicaduras. Después llegará la primavera.
-Ciertamente te falta una mujer, Tiburcio, ahora caigo en la cuenta. Búscala en la tierra y en el aire, en las proximidades o en los confines, dale el corazón con sus galopes contenidos, abrígate en sus ojos y cruza el rubicón de los carámbanos bajo el ancho paraguas de los besos...  Pero cuídate muy bien de que en el fondo de su alma, por más que compañera y voluntariosa, no haya alguna oculta fatalidad por la cual se llame Dolores. Porque entonces el invierno se haría hielo dos veces.

Pasados unos años, tanto por la fragua como por la vida, en los ojos de Tiburcio se reflejaba el otoño de muy distinta manera: no ya con sus colores de abeja y caramelo, más o menos cercanos o distantes,  que preconizaba su hermano, sino también con los posos de sustancia y esencialidad que, de repente, le atravesaban la retina y  le llegaban al fondo del espíritu. No, los ojos de Tiburcio ya no veían el otoño como el límite de un ciclo de la vida, es decir, del hombre, sino como parte de un proceso armónico y unitario en el que, año tras año,  se depositaba generosamente la belleza. Y la belleza, en su forma elemental y en su sentido más hondo y más oculto, es parte indisociable de la verdad última del hombre.

Mariano Estrada, de "Otoño en la fragua", incluído en el libro Los territorios de la inocencia (2014)




No hay comentarios:

Publicar un comentario