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martes, 14 de diciembre de 2021

El recuerdo

 

Foto de Antoni Arissa (1900-1980)

El recuerdo

Los hombres, aunque provistos de elementales memorias, a veces evocamos el pasado con una intensidad meridiana. Por ejemplo, encontramos a un amigo de la universidad y durante unos instantes rememoramos nuestra antigua, numerosa y azacaneada aventura. Hablamos con irrefrenable emoción y nos reímos con auténtico gozo. Luego solemos decir, casi inevitablemente:
           -Parece que fue ayer, ¿eh?
           -¿Ayer? Parece que fuera ahora mismo.
           -Sí, se diría que aún lo estoy viendo.
          Uno de esos fuertes recuerdos, que en principio no parece perturbador ni comprometido, desde hace algún tiempo me viene a visitar a menudo. Y lo hace con tanta intensidad que, sin apenas complicidad de mi parte, me ocupa la cabeza como si esta fuera enteramente su casa. El recuerdo es este:
          Es de noche. Camino lentamente por la soledad de una calle conocida. Llevo un abrigo de paño que hace tiempo no uso, pero que reconozco. Hace un poco de frío. De esta forma, sin prisa en el andar, saboreando la noche, llego al generoso escaparate de una librería, que está perfectamente iluminado. Durante breves instantes, repaso los títulos expuestos que, lógicamente, gozan del carácter de novedad, cuando no de la condición de best sellers. No me atraen. O, para mejor expresarlo, me atraen en la medida en que lo hacen genéricamente los libros: con amor y respeto. No obstante, ninguno me induce a la lectura, acaso por escepticismo, acaso por un cierto desdén hacia la pléyade inmensa de autores contemporáneos. Pero hay otros, cuyo lugar en los anaqueles conozco de memoria, que ejercen sobre mí la fuerza de un imán; más aún: de un destino. Son muchos y de muy diversas índoles y autores, también de muchas edades.
          Incitado ávidamente por ellos, me encamino hacia la entrada de la librería, meto la mano en el bolsillo del abrigo, saco con naturalidad la llave de la puerta, la abro sin vacilación, entro, me dirijo a los estantes ocupados por mis libros favoritos, tomo uno de ellos, irrumpo en un pequeño despacho y allí, consciente de un halo a eternidad, me dejo caer en un sillón para que mis ojos se sacien en la lectura.
          Después de unas horas, invirtiendo religiosamente el camino, vuelvo a casa entre los flecos soñados del alba y la luz evanescente de las bombillas. Llego al portal, subo los peldaños de una fatigosa escalera, abro la puerta que me separa habitualmente del mundo y, en tanto tomo un respiro, me hundo en las espumas de un sillón con verdadero deleite. No recuerdo más, pues, al llegar a este extremo, los ojos se me cargan y me quedo indefectiblemente dormido.
          Cuando vuelvo a la realidad, tengo en la cabeza el sabor inconfundible de los sueños. ¿He soñado? No sé, aún me pesan mucho los párpados. Así que me incorporo para desperezarme y, trabajosamente, me dirijo a la cocina con la idea de preparar un café. De camino, con movimiento mecánico y rutinario, introduzco las manos en los bolsillos donde, sorprendentemente, mis dedos contactan con el frío metálico de una llave. “Vaya, ¿qué es esto? Mucho tiempo llevas ahí, hermana, porque hace muchos años que no me pongo este abrigo. Por cierto, ¿qué hace aquí este abrigo? ¿Por qué lo llevo encima? ¿Quién ha abierto el baúl para profanar tan viejas reliquias? Y ahora que caigo, ¿por qué he dormido en el sillón si ello va en contra de mi inveterada costumbre?”.
          Devuelto de este modo a la más clara vigilia, corro hacia el salón, temeroso y consciente del libro con el que voy a encontrarme. Allí está, en efecto, abierto sobre la alfombra. Al levantarlo, los ojos se me escapan hacia un determinado lugar, en el que puedo leer esta cita: “La vida y los sueños son hojas de un mismo libro; leerlas en orden es vivir; hojearlas, soñar”.Pero nada dice de los recuerdos que, sin embargo, pueden ser tan intensos como el sueño y la vida.
         Hace ya doce años que abandoné la gerencia de la librería; y otros doce, por tanto, que cesaron mis gozosas visitas nocturnas; pero si esta llave olvidada en mi bolsillo aún abriera la puerta, ¿quién podría deslindar la realidad del recuerdo? Más aún, abra o no abra esa llave, ¿quién deslinda ahora el recuerdo del sueño? ¿En qué momento exacto se funden, se confunden, se relevan? ¿Cuándo asalto el baúl para enfundarme el abrigo?
          Desde la más pura consciencia de la realidad (ignoro si esta afirmación es temeraria), yo confieso mis dudas. Tanto es así que a veces estoy tentado de acercarme a la librería y comprobar si, efectivamente, la llave aún tiene vigencia. A ojo de buen cubero, parece que la cerradura sigue siendo la misma.

Mariano Estrada
Del libro Vindicación de JLBorges, recogido en Los territorios de la inocencia (2014)

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