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El dinero y los cuervos
Amalia Hoyos era
una mujer de cincuenta y tantos años a la que le pesaba mucho la soledad, a
pesar de que tenía un marido sano y cuatro hijos fuertes. El problema es que
los unos se habían hecho mayores y el otro se había hecho a la forma del
dinero, al que dedicaba todo su tiempo. Un día Amalia, sintiéndose más sola que
de costumbre, le espetó bruscamente a su marido:
-Querido Antonio: llega un momento en el que el dinero solo vale para pagar la funeraria y para que se peleen los herederos.
-¿La funeraria? –exclamó él, mientras sentía revolotear a su alrededor una manada de córvidos-. ¿Sugieres que me voy a morir?
-Querido Antonio: llega un momento en el que el dinero solo vale para pagar la funeraria y para que se peleen los herederos.
-¿La funeraria? –exclamó él, mientras sentía revolotear a su alrededor una manada de córvidos-. ¿Sugieres que me voy a morir?
Fue tal el impacto producido por las palabras de su mujer que Antonio reaccionó como un resorte y, en menos de dos semanas, transformó toda su vida delegando en sus fieles una buena parte de su trabajo. A partir de entonces, los cónyuges encontraron la forma de estar juntos mucho más tiempo. En los años siguientes hicieron varios viajes, jugaron a las cartas, leyeron en el porche, se bañaron en la piscina, tomaron el sol, se pasearon por la ciudad, se sentaron a la lumbre, hablaron con sus hijos, jugaron con sus nietos y, entre las mil ocupaciones más que se inventaron, se propusieron hacer un testamento que no diera lugar a las disputas.
Así llegó el
tiempo en que la funeraria entró dos veces en la casa de Antonio Serrano y
Amalia Hoyos. Tanto se habían acostumbrado a estar juntos que el azar quiso que
fallecieran casi a la vez. En realidad, ella se adelantó apenas en un par de
días.
Celebradas las
exequias y superados los trances del dolor, los hijos se reunieron con el
notario de la familia y, cuando este abrió el testamento, se extrañaron de que
fuera tan breve. Y, efectivamente, lo era, ya que el patrimonio a repartir,
siendo considerable, estaba todo en dinero. Antes de morir, sus padres habían
vendido todas sus pertenencias, incluida la casa familiar, en la que finalmente
vivieron de alquiler. Averiguada y contrastada
la cuantía patrimonial, el notario solo tuvo que dividirla en cuatro
cheques iguales, según la voluntad de los progenitores.
Antonio Serrano y
Amalia Hoyos, asustados un día por la soledad y por el incierto revoloteo de
unos pájaros negros, no pudieron eludir la funeraria, como es obvio, pero
sí consiguieron anular la posibilidad de
que sus hijos se pelearan por la herencia. Al contrario, recibida esta, se
fueron juntos de celebración al restaurante más caro de la ciudad, donde
dejaron una buena propina.
Mariano Estrada,
16-05-2014
www.mestrada.net Paisajes
Literarios
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