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sábado, 4 de febrero de 2023

El barón rampante, de Italo Calvino, y comentario sobre la foto

 

Dani y Lisi, en el río Sil

El barón rampante, de Italo Calvino
Un escritor con el que volví a subirme a los árboles.

Hace mucho tiempo, un amigo me recomendó que leyera un libro titulado El Barón rampante, de un escritor italiano llamado Italo Calvino. De manera que me fui a una librería, localicé el libro y, conocido el argumento, me lo llevé a casa y lo deposité en una mesa del salón con la idea de empezar a leerlo en cuanto me lo permitieran las ocupaciones. Debo decir, no obstante, que durante el resto del día no dejó de picarme la curiosidad. ¿Cómo era posible que a un escritor se le hubiera ocurrido una idea tan sublime y a la vez tan estrambótica y rimbombante? Y lo que es más: ¿quién tenía el ingenio necesario para poder desarrollarla de modo que el resultado fuera convincente, tanto para él como para los lectores? Fue del propio autor del que me llegó la respuesta. ¿Cómo? Leyendo su libro, naturalmente, cosa que hice de un tirón aquella misma noche. Llegué con él al alba, pero quedé tan satisfecho que no me costó nada entender el éxito rotundo de la novela.


    
Muchos años después, casi sin pretenderlo y cuando ya no la necesitaba, leí esta frase del autor:
“Una persona se fija voluntariamente una difícil regla y la sigue hasta sus últimas consecuencias, ya que sin ella no sería él mismo ni para sí ni para los otros”. ¿O tal vez sí la necesitaba? En todo caso, me alegré de que, después de tantos años, se vieran confirmadas mis conclusiones.

El barón rampante y los humeros del Fontirín, Muelas de los Caballeros, Zamora

Italo Calvino escribió un extraño libro que se titula El barón rampante. Su protagonista, Cosimo, discutió un día con su padre y su enfado fue tan grande que decidió subirse a los árboles y no volver a bajar en la vida. Cosa que consiguió con la ayuda de su hermano Biaggio y de su novia, Viola, a la que conoció jugando en un columpio que colgaba, cómo no, de los árboles. Cuando yo leí ese libro, hace ya muchos años, imaginaba que un buen sitio para subirse a los árboles y no volver a bajar era el río Fontirín, que está jalonado por humeros en toda su extensión. Y tiene agua y truchas. Eso sí, llegaba a la conclusión de que había que ser un mono. Y, la verdad, monos no hay en el Fontirín, salvo los propios humeros. ¿O no son monos los humeros?

Del libro Huellas de admiración (2022)

Comentario sobre la foto

A mi padre siempre le gustó subirse a los árboles y lo hacía con una facilidad asombrosa. Una vez se marcó el reto de subirse a uno boca abajo. Lo logró, naturalmente, y a mí me metió el gusanillo en el cuerpo hasta el punto de llegar a correr por una rama de roble. Claro que el roble era enorme, la rama era ancha y la carrera fue corta. Pero se ve que el gusanillo era insaciable porque a mi hijo también se le coló por las venas. Ahí está, en la foto, subido a esa rama de aliso, mientras su prima Lisi lo miraba desde abajo. No fue en el Fontirín, sino en Sil, que tiene un caudal mucho más grande y si llega a caer en el río lo arrastra la corriente. Esto ocurrió un día de agosto de hace más de 30 años. Estábamos en Muelas de vacaciones y fuimos de excursión a las Médulas. Después subimos a Burbia y allí vio un castaño tan grande que no pudo resistir la tentación de encaramarse en él con la agilidad de los monos. Una cuestión  genética, supongo.

Mariano Estrada

 

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