La sonrisa de los erizos
PRÓLOGO de Eugenio Cascón (*)
Creo que conocí a Mariano Estrada hace muchos años, tanto como los transcurridos desde la primera mitad de los sesenta, cuando compartíamos espacio, educación y adolescencia en el internado dominico de la Virgen del Camino, en la paramera que se extiende a las afueras de León y que acoge, en su helada desolación, el discurrir de la Ruta Jacobea. Y digo que “creo” porque, al estar separados por algunos cursos, la relación y los encuentros hubieron de ser esporádicos, sin la cercanía que producen las horas de convivencia en una misma aula. El tiempo posterior hizo el resto para que su imagen, como la de tantos otros, se fuera difuminando en mi memoria.
Pero como las cosas suceden con frecuencia porque sí o por iniciativa de otros, al margen de la intención y la voluntad propias, ya adentrados en la edad tardía se produjo un reencuentro que dio pie a la recuperación de nombres, imágenes (ya algo deformadas) y circunstancias de aquellos lejanos tiempos. Y así reconocí a Mariano Estrada y conocí su obra, su poesía del amor y la existencia, delicada e intensa, liberadora de emociones: la poesía de siempre.
Y ahora pone en mis manos el borrador de un nuevo libro, arriesgándose a pedirme que le escriba un prólogo. Bueno, allá él. Un libro al que ha dado el título, sorprendente y extraño, de La sonrisa de los erizos. Pero _se pregunta uno_ ¿los erizos se ríen? ¿O se trata solo una metáfora cuyo significado último descubrirá el lector entre sus páginas? Quizá no deje de ser esto último, metáfora, símbolo y hasta alegoría, si se quiere, del ser humano, de su situación, perdido y perplejo, en medio de la vida, de su mirada que quiere abarcar y comprender lo que ocurre a su alrededor y que a menudo se resuelve en una mueca escéptica y retorcida, como la sonrisa de los erizos.
Pero, por otra parte, parece ser que sí, que los erizos sonríen, al menos los vegetales, los que alumbran las castañas. Mariano, que nació en tierra de castaños, lo sabe bien:
Los castaños son árboles que ríen, por los erizos. Pero el frío con nocturnidad es ciertamente alevoso y los dientes se les vuelven castañas. Una vez al año. No es mucho, ¿verdad? Las castañas no tienen más remedio que caer, dejando en los erizos la inutilidad de una boca sin dentadura, una boca de viejo, una mandíbula sin ortodoncia, inane, vacía, ya sin ilusión, ya sin risa. O con una risa de muerto.
Un poco tétrico a primera vista. Sin embargo, esa imagen, real y metafórica, ha sido punto de partida para aglutinar en este libro una serie de escritos que, a diferencia de otros anteriores, se adentran en los vericuetos de la expresión humorística para ofrecer otra visión del ser humano, que no abandona la ternura, pero que a la vez es por momentos crítica, irónica _incluso, sarcástica_ y hasta con una pizca de crueldad ocasional. Es, en esencia, un libro humorístico que, dentro de la mejor tradición española del género, es capaz de provocar la sonrisa y la risa, y hasta una carcajada que, bajo su sonoridad estridente, permite percibir a menudo un deje de amargura y hasta de indignación.
Las tres partes que lo componen están recorridas por una misma vena, por la que discurre el fluido del buen humor. A pesar de ello, las tres son diferentes, tanto en el contenido como, sobre todo, en la concepción formal, que progresa desde la forma prosística de la primera, hasta el verso _el medio natural del autor_ que nutre, casi en su totalidad la tercera, pasando por la combinación de ambas modalidades de la segunda. Así, de la primera se puede decir que es un puro “disparate”, en el sentido mejor y más divertido del término. Se trata de una acumulación aparentemente desordenada e inconexa, de anécdotas, diálogos inventados, situaciones paródicas, recuerdos distorsionados por el propio lenguaje, etc., que se van sucediendo sin un orden cronológico ni temático apreciables. En la segunda, cada capítulo se estructura en torno a un poema del propio autor, incluido en alguno de sus libros anteriores, al que se asocia temáticamente una anécdota o una disertación, escritas con posterioridad. La tercera, finalmente, está integrada por una recopilación de poemas (la mayoría inéditos), muchos de ellos breves y sentenciosos, que escapan a las líneas temáticas que han dado lugar a los poemarios precedentes.
Los escritos, al menos algunos, aparecen salpicados de fechas que proporcionan al lector pistas sobre el momento de su redacción. No es, pues, una obra redactada de un tirón y con un propósito determinado, sino una recopilación de escritos dispersos hechos a lo largo de los años que aquí se suceden, se superponen y se entremezclan sin seguir una línea temática o estructural definida, como quedó dicho, sino respondiendo a la mera impresión del momento, o al menos eso es lo que parece.
Pero, ¿de qué o con qué _mejor con quién o de quién_ se ríe Mariano para contagiar esa risa a los lectores? ¿Es humor blanco o humor negro? ¿Buen humor o “mal humor”? Hay de todo un poco. Está, por un lado, el encanto de las historias mínimas, en las que un hecho ocasional o un fragmento de vida cotidiana se convierte, merced a la habilidad narrativa, en un manantial de anécdotas frescas y refrescantes. Otras veces, la propia jocundidad se pone seria, como a la hora de denunciar la injusticia social y económica, aun con el contrapunto del exabrupto que descarga de solemnidad a la reflexión aparentemente profunda. Son muchas las páginas que destilan indignación y crítica social, y en ellas el humor, hecho ironía, se convierte en un zurriagazo a los malos.
Por aquí desfilan, sometidas a la tiranía implacable de la pluma del autor, a la que no pueden sustraerse, personas e instituciones, situaciones y hechos de lo más heterogéneo, conformando un universo propio poblado de una fauna humana muy particular, que no deja de ser reflejo de lo que llamamos realidad, sin bien pasado por el tamiz de la caricatura deformante que permite ver su auténtica naturaleza.
Por ahí andan los políticos de las hornadas anteriores a la actual, desnudados de su ropaje convencional: no podían faltar, puesto que resultan de lo más agradecido como carne de crítica y de burla. Los nacionalismos y los nacionalistas; las multinacionales y las empresas de comunicación y suministro; los excesos de la modernez y la progresía últimas; la parodia de las exageraciones del llamado por algunos lenguaje inclusivo (_¿Y su chica quién es, señora consejera delegada de la patrimonia? _Mi chica es una jóvena. Una jovenamiembra. Una jovenamiembra de la puta munda. ¿Queda clara? _Sí, Eugenia, queda clara de hueva. La machisma es una vieja costumbra que habrá que afrontar con dos cojonas).
Pero está también la parte amable, la que narra la anécdota divertida; la pequeña humorada, pinceladas breves y humorísticas sobre cualquier asunto; los recuerdos de la mili, similares a los que tenemos todos los varones que en aquella época nos vimos forzados a cumplirla; los del colegio, en los que asoman los nombres de compañeros comunes; los de la vida estudiantil en Madrid... Impagable es, a este respecto, la Evocación de la señora Maruja, en la que los recuerdos del estudiante que habitó una pensión del madrileño barrio de Argüelles _ vivencia que tantos compartimos_ con patrona prototípica, gobernanta a veces amable y a veces gruñona, abeja reina de aquellas pequeñas colmenas_ cobran tintes esperpénticos en digna herencia de pupilaje quevedesco. El relato de Mariano nos trae a la mente el recuerdo de nuestras particulares “señoras Marujas”, cada una con su humanidad y sus señas de identidad, que ahora percibimos en la lejanía a través de sus características más sobresalientes, recuperables sobre todo merced a la anécdota que el tiempo y la memoria convierten en caricatura y disparate: lo habitual y cotidiano, lo “normal”, se olvida pronto.
Y está, cómo no, lo escatológico, como detalle de humanidad que no ahorra en la expresión cruda y auténtica del habla de cada día. Y la travesura sexual, a veces narrada en primera persona (él sabrá si es cierta o se trata de un simple farol). Otra vez la risa y la mueca que deforma _en este caso de un modo amable_ la manera de mirar, de ser mirado y hasta de mirarse a sí mismo. La mirada oblicua que le sirve para ver la propia oblicuidad del mundo: otra vez el esperpento, los espejos cóncavos que, en su aparente deformación, devuelven la visión verdadera que está siendo falseada. El contrapunto es la sencilla delicadeza, incluso la íntima ternura, de muchos de los poemas y poeminos que van ganando terreno progresivamente, tanto los rescatados de la segunda parte como lo inéditos de la tercera, impregnados, asimismo, de humor muchos de ellos.
Y es que todo el libro no deja de ser, de una manera u otra, autobiográfico. Mariano no duda en reírse de sí mismo, haciendo referencia, en diversas ocasiones, a su estatura o parodiando su propio nombre, que incluso se presta a ello por motivaciones fonéticas evidentes. Y ahí están la edad, y el deterioro físico, y las propias aficiones. Todo él se derrama sin pudor en la escritura, salpicada por detalles de su propia trayectoria vital, sus amigos, su familia, sus espacios.
El castellanoleonés criado en Muelas de los Caballeros, deslumbrado por la luz mediterránea de la Villajoyosa que habita desde hace mucho tiempo, pone de manifiesto una y otra vez la manera de ser y de vivir de ambos mundos. Ambos espacios aparecen reflejados en alternancia continuada: el pueblo del norte de Zamora a manera de recuerdos de la niñez y de anécdotas del paisanaje pertenecientes al pasado, y la villa levantina en forma de vivencias y hechos del ahora. De este modo, aunque la imagen resulte un poco forzada, el arroz a la zamorana se entremezcla con la paella alicantina: arroces juntos y, por qué no, revueltos en una nueva cazuela compartida. La densa y untuosa gelatina de las carnes que, con su contundencia, ayudan a combatir el frío mesetario, conviven con la fresca y salada ligereza del marisco mediterráneo en una mezcla tan heterogénea como armonizada sobre la base del cereal y la verdura común a ambas huertas. Y la voz con resonancias del terruño castellano convive con el diálogo chispeante en valencià.
Todos los recursos de la literatura del humor están aquí presentes, manejados con destreza. La hipérbole, el doble sentido, el juego de palabras, las concatenaciones que dan lugar a retahílas que distorsionan la argumentación… Todo ello conduce a la ironía, que desemboca, a su vez, en la sátira fustigadora o en el retrato caricaturesco, o se resuelve en la parodia, en el absurdo, en la situación disparatada e irracional. Y, como forma discursiva más característica, el diálogo, tan cervantino. Mariano habla casi siempre en primera persona y dialoga constantemente con un interlocutor, que unas veces no se identifica y otras se encarna en un amigo, conocido o alguien de paso. Pero da la impresión de que en todos los casos no es más que un sosias, que no deja de ser él mismo. Y, aunque los diálogos resultan a menudo hilarantes por lo grotesco, hay algo machadiano en todo esto, como lo hay en la naturaleza proverbial de muchos de los poemillas de la parte final.
Es, en definitiva, un libro para disfrutar de su lectura, para recrearse en ella, para reír unas veces y sonreír otras, saboreando el ingenio, la agudeza que rezuma cada frase, cada diálogo, cada relato, sin necesidad de pararse a reflexionar sobre lo que conlleva de crítica de personas y estructuras sociales, dado que esto impregna directa e intuitivamente al lector. Hay que dejarse llevar por el encanto del absurdo, de la parodia, del lenguaje que se exprime para crear realidades paralelas, a veces disparatadas. Ahí radica su principal riqueza.
Porque, no nos engañemos, llegados a cierta edad y superados ya los prejuicios que pudiera acarrearnos el no estar al día, el no apreciar y admirar las últimas audacias vanguardistas, el no hablar maravillas de un libro del que no hemos entendido nada…, todo eso queda atrás y ya podemos permitirnos el lujo de decir esto me gusta y esto no, simplemente porque es así y porque estamos en disposición de pasar de las apariencias y actuar sin melindres sociotontos. Y este es un libro hecho para que el lector disfrute con su lectura, para que se divierta, sonría y se ría con ganas. Un servidor, al menos, se lo ha pasado en grande.
(*) Eugenio Cascón es autor, entre otros, del libro Español coloquial y ha trabajado durante varios años en la Real Academia Española.
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