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sábado, 17 de abril de 2021

El árbol abatido. Prólogo de Ángel L. Prieto de Paula

 

Portada del libro, diseño de José Piqueras Moreno

 

El árbol abatido

TIERRA SAGRADA, MEMORIA LEVE:
PRÓLOGO de Ángel L. Prieto de Paula (*)

Creo que nunca he afrontado el compromiso de prologar un libro con las reservas y hasta el miedo con que lo he hecho en este caso. No lo digo, desde luego, porque desconfiara de las virtudes de su autor, al que estimo de antiguo; sino porque conociendo, antes de leerlo y de asumir el encargo, las circunstancias casi inconcebibles de las que provienen estos poemas, dudaba que pudieran convertirse en poesía y no solo en espasmos retóricos.

El libro aclara dichas circunstancias, y el autor, Mariano Estrada, las ha explicado en una nota informativa; así que me ahorro detalles. Diré solo que dos primas de cinco años, que habían acudido al atardecer a una finca con el padre de una de ellas, lo vieron caer fulminado nada más apearse del coche. Dentro del vehículo pasaron, no quiero saber cómo, una noche más larga que la eternidad, con aquel cuerpo exánime en el suelo, hasta que se hizo la luz y alguien llegó a la mañana siguiente. Tarde.

El autor, suegro de aquel hombre y abuelo de la niña que articula estos poemas, reproduce la escena, expone sus efectos, imagina en estilo directo las conversaciones y gimoteos de las niñas abrazadas en aquel observatorio tragado por la noche, registra los balbuceos de su nieta al contar lo ocurrido, nos coloca en el epicentro de la angustia, que gira y gira sobre sí como un vórtice que nos arrastra al fondo. ¿Con qué intención? No lo sé, la verdad; quizá con la de conjurar, ya que no la muerte, el espanto en forma de memoria. ¿Conjurar la memoria de lo sucedido con el relato poético de lo sucedido? Vuelvo a no saber si sería, en ese caso, el veneno y la triaca, como reza el título del auto sacramental calderoniano, o una especie de catarsis como la de una tragedia sofoclea.

Pues el dolor crudo, y en crudo, no suele ser materia de poesía. Wordsworth, uno de los grandes autores románticos, mantenía que la poesía es “una emoción rememorada en la tranquilidad”. Décadas después, Bécquer fue más contundente: “cuando siento no escribo”, afirmó en la segunda de las Cartas literarias a una mujer. Apostillando que se refiere a una experiencia personal que no pretende imponer a nadie, las impresiones instantáneas deben, a su juicio, remansarse en el hondón de la mente hasta el momento en que, ya serenas y puras, son emplazadas por el espíritu para erigirse en el poema. Y es que el sentimiento es universal: todos sienten, sentimos (aunque a muy pocos nos sea dado hacerlo con la potencia y densidad que aquí se traslucen); pero solo los poetas tienen la facultad de evocarlo a partir de un recuerdo para devolvérnoslo transmutado en poesía.

Mariano Estrada no ha esperado a que el dolor se pose en el fondo y haga madre. Cuando escribe el dolor está aún entero, las niñas son muy niñas, el poeta ignora adónde se encaminará o cómo se encauzará esa desdicha que no ha pronunciado aún su última palabra. Y ello suponiendo que estos versos se hubieran compuesto recientemente, muy poco antes de su publicación; pero algunos parecen evidenciar, y así me lo confirma su autor, que nacieron casi simultáneos a los hechos que los provocaron, digamos que pisándoles los talones.

El que, en estos desfiladeros y estrecheces del angor, respire la poesía es absolutamente excepcional, asediada como está por un padecimiento inmensurable, una inmediatez cegadora y una voluntad insobornable, cabe dudar si oportuna, de decirlo todo y a costa de todo. Lo cual se enfrenta tácitamente a la idea que tantos sustentan de que la poesía es una ficción, como en última instancia lo sería la literatura de cualquier signo, que exige fabular la situación, adoptar una postura —escoger un papel— y ponerlo todo en curso con las palabras de la tribu. Nuestro contemporáneo Felipe Benítez Reyes defiende que en el poema “la emoción debe ser fingida” (aunque haríamos bien en no escandalizarnos y picar el anzuelo, con el que, según entiendo, solo quiere desengañarnos de la socorrida identificación entre emoción y poesía). Alejándonos de los extremos, al menos podríamos acordar que la emoción lírica no se da por supuesta con que haya una emoción primaria: para que tenga su propia llama y pueda propagarse a los lectores ha de ser creada —“recreada”— en el texto. Esa es la tarea que, con las dificultades apuntadas, ha emprendido Mariano Estrada, que trata de sostener en el aire un equilibrio inestable y fragilísimo entre la vida y el arte; o, si se prefiere, entre la espesura de los hechos sucedidos, sobre los cuales no hay disputa, y los matraces y alambiques del laboratorio poético.

El árbol abolido nos deja a los lectores, valga la imagen, desarbolados, como si las armas que solemos esgrimir para recorrer los bosques de la literatura no nos sirvieran aquí de mucho. Por razón de su tema, le es aplicable lo que afirmara Wilde en una coyuntura de fracaso vital: “donde hay dolor hay tierra sagrada”. Convida a la tribulación y pisa la raya de lo soportable. Diría que hubiera requerido algo más de ficción que lo aliviara de realidad: pero no ha habido misericordia con los lectores. La aflicción que canaliza es tan avasalladora que —permítaseme la paradoja— parece cosa de representación; de una tragedia, por ejemplo: en la escena de ese gran teatro, en medio de un silencio sideral, se concitan lo terrible, lo sobrehumano, lo imponderable. Cuando queremos dar cuenta de ello, qué insuficientes se nos muestran las palabras de la diaria comunicación y qué pertinentes las de José Martí en la necrología de Emerson: “Escribir es un dolor, es un rebajamiento: es como uncir cóndor a un carro”.

En las lápidas funerales de la Antigüedad, se pedía levedad a la tierra —Sit tibi terra levis— para que no oprimiera con su peso al muerto que cubre. Después de leer El árbol abatido y sentir cómo se nos remueven los engranajes del alma, cabe pedir asimismo, y acaso sobre todo, que les sea leve la memoria a quienes vivieron lo que aquí se despliega. Porque, como el dolor, también la infancia es una tierra sagrada.

(*) Ángel L. Prieto de Paula es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Alicante y autor de numerosos libros. Es crítico literario en los suplementos de ABC y Babelia, de El País.

 

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