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La corrupción en la España democrática
La corrupción es un tema que, desgraciadamente, vuelve a
estar de moda en España. Desde hace unos
años, los casos de corrupción fluyen como ríos torrenciales, desbordando
cautelas, descerrajando cajones, doblegando voluntades, ensuciando
comportamientos y llenando bocas y manos. La más llamativa de todas ellas es la
que, ejercida por políticos en
connivencia con empresarios, o al revés,
sale de los cochambrosos departamentos de la Administración. Y
como esto es así en la mayoría de los países de nuestro entorno político,
podríamos decir que la corrupción es ya sistémica, pero eso es materia de otro
estudio.
Y digo que vuelve a estar de moda porque, en la España democrática, ya lo
estuvo otra vez, en los primeros años noventa, coincidiendo con el final del
mandato de Felipe González. Y no es que en los años intermedios no la haya
habido –que la ha habido en cantidad-, es que en los dos momentos señalados ha
sido tan descarada y tan grosera que, como digo, ha reventado aparatosamente
las custodias, saliendo por grietas y rendijas, por puertas y ventanas.
O sea que la corrupción no es precisamente nueva en esta
España nuestra, alegre y aún devota, pero sí se puede decir que ahora está
extendida por todos y cada uno de sus confines, desde el más insignificante de los
ayuntamientos hasta la más alta institución del Estado. No han hecho falta
matanzas al uso para que muchas despensas patrias se hayan llenado de chorizos,
como dicen algunos carteles de las manifestaciones callejeras desde el
venturoso 15M.
Tan enorme ha sido y está siendo la corrupción que, de salir
toda a la luz, temblarían los cimientos sobre los que se asienta la sociedad.
De hecho, ya es bastante significativo que el ochenta y cinco por ciento de los
españoles entiendan que está muy arraigada en España, si bien parece ser que
esta circunstancia aún no se expresa convenientemente en las urnas. No
obstante, que tengan cuidado los políticos, porque si un día se desborda del
todo, puede que arda Troya. Que piensen, además, que ellos mismos son vistos
como un problema por el 25 por ciento de los españoles. El tercero, tras el
paro y la economía.
Y es que ya está bien, coño. Abres un periódico y allí está
ella, apostada en cualquiera de sus páginas. Pones la radio y allí aparece
también, convertida en un clamor incesante. Enchufas la televisión y su
presencia es tan grande y tan continua que los ciudadanos tendríamos
forzosamente que vomitar. No lo hacemos porque, aunque nuestros ojos la vean y
nuestros oídos la oigan, nuestro espíritu ya apenas la siente. Tal es la piel
con que la que nos ha protegido la costumbre. Porque eso es lo más triste de
todo, que esta mala pécora se ha convertido ya en una costumbre…
¿Qué se puede hacer
para erradicar esta plaga, que, además de a nuestro orgullo, afecta
directamente a nuestro bolsillo? No sé, a mí se me ocurre que habría que
imponer unos castigos mucho más severos. Y, por supuesto, hacer que éstos se
cumplan a rajatabla, porque los castigos que ha habido hasta ahora invitan a
los corruptos a seguir encaramados en la corrupción. Y, por si ello fuera poco,
a seguirse riendo de nosotros… Pero tal vez la única forma de atajarla de
veras, aunque eso requiere tiempo y voluntad, sea a través de la educación. Y ahí
es donde los jóvenes tienen muchísimo de decir.
Por si a alguien le interesa, dejo aquí un artículo sobre
este asunto que, bajo el título de “El perro social”, escribí en enero de 1997
y que fue publicado en el periódico Información de Alicante.
El perro social
"La befa que soportó Don Quijote /
fue un estrago de la corrupción / no una frivolidad de la Justicia"
Siempre he creído que los jóvenes eran los únicos que, por
causas de desafección material y cierto altruismo del alma, estaban en
disposición de invertir esos valores de la Sociedad que, amenazados por la polilla o
sostenidos por el dinero, están en permanente alcanfor. Me refiero a los
valores adocenados, caducos, artificiales o prostituidos que, con la anuencia
correspondiente, van criando polvo sobre sus fechas de caducidad, bien que un polvo diverso.
Valores que prosiguen ahí, como
reliquias inmóviles de un tiempo anclado en sí mismo, dispuestos a ejercer no ya su condición de
atrabiliarios perros del hortelano, sino a perpetuar su vacuidad parasitaria a
costa de las almas en pena (ignorantes, engañados, crédulos, devotos),
sirviendo de paraguas al poder y
arropados por pragmáticas manadas de pescadores a río revuelto.
Lo que pasa es que los jóvenes, de un día para otro, se
hacen radicalmente mayores y, quizás con menos traumas de los debidos,
registran una metamorfosis verdaderamente kafkiana; es decir, vermicular,
oscura, fulminante, teratológica.... De este modo, convirtiendo a las víctimas en verdugos, el perro de la Sociedad -tan fiero y tan
fiel como impagable-, se va renovando a sí mismo y ésta tiene siempre defendida
la casa. Pocos son los que, emulando al Caballero de la Triste Figura, en
vez de procurarse baratarias de corrupción y apoltronamiento, se alían con el
brazo de la Justicia,
que es razón de razones, para vencer a gigantes descomunales en beneficio de la Humanidad. Mucho
me temo que, dando por perdida la guerra, hayamos aceptado la subyugación
voluntaria y resignada a unos
endemoniados molinos que, con sus obradores de hambre y sus golosinas de
pan, van tapando los poros de la transpiración a través de los que debiera
enriquecernos la vida.
No obstante, y a pesar de esa pobreza de espíritu en la que
hemos visto sumirse a sucesivas generaciones, incluida la del 68, yo sigo
viendo en los jóvenes una gran capacidad de desprendimiento, una fuerte dosis
de sinceridad y un alto nivel de altruismo. Por lo que sigue estando en sus
manos la subversión potencial de los referidos valores: tanto los que duermen
bajo un polvo ideológico y anacrónico, como
aquellos que gravitan sobre capas
de dorada impermeabilidad.
Lástima que en el ámbito social de los adultos, que es la tierra de su obligado
destino, no existan las acequias adecuadas para canalizar esos flujos de
autenticidad y de vida. Y lo que es peor aún, que esos flujos inviertan su
tendencia y, “ad maiorem Dei gloriam”,
acaben siendo las aspas del más desaforado egoísmo.