Queridos amigos:
Un día leí en un artículo de Félix de Azúa, titulado "Fantasmas sin
tumba", que los sistemas de revelado de fotografía digital permiten
descubrir detalles que han permanecido ocultos al ojo humano en las
fotografías procedentes de los sistemas de revelado tradicionales. Una
interesante cuestión que me llevó a buscar esta historia en uno de mis
polvorientos cajones.
La cara pertenecía a una mujer con la que yo salí un cierto tiempo.
Al principio no le di importancia ninguna, creyendo, precisamente, que
el tiempo acabaría poniendo las cosas en su sitio. Pero no fue así, lo
cual empezó a preocuparme. De modo que una noche, tras haberla mirado
con embeleso, se lo dije, pero ella no se extrañó en absoluto. Con toda
naturalidad, y también de una forma muy breve, dijo que su cara era de
aprehensión bastante difícil no sólo para mí, sino para todos aquellos
que la conocían. Esta explicación, al mismo tiempo sencilla y
enigmática, casi me llegó a molestar, ya que destruía todos mis cálculos
sentimentales. Yo presuponía en mis vanidosos adentros que la negación
obstinada de su imagen era de mi única incumbencia, y no de la
incumbencia común, a cuyo ámbito me relegaba. Es decir, de alguna forma,
y no sé por qué enrevesados artilugios, yo vinculaba el “misterio” de
su cara con la inmensidad del amor, nuestro amor. Porque, eso sí, yo
amaba a aquella mujer hasta más allá del delirio.
Cegado, pues, por el amor, la cosa quedó en ese punto, de momento. Y
ahí hubiera quedado definitivamente de no haber existido en el mundo la
fotografía.
- ¿Una fotografía? –vociferó- ¿Para qué quieres una fotografía?
- ¿Para qué va a ser, mujer, sino para recordarte cuando no estamos juntos?
Se mostró renuente a mi petición, por otra parte lógica, y, ante mi
inquebrantable insistencia, fue demudando la cara hasta ponerla tan
grave como yo nunca había visto.
- ¿Qué te pasa? –le pregunté
- ¿Qué me pasa? ¡Vamos! ¿No tenías bastante con el original que has
querido hacer una copia? Pues bien, acabas de destruir el amor ¿Cómo
puedo darte una fotografía, si no soy más que la proyección de tus
anhelos? ¿Qué cámara ha captado jamás el rostro de los sueños?
Dicho lo cual, desapareció de mi vista de la forma en que se apaga
la luz: mágica y vertiginosamente. No he vuelto a verla jamás y, si no
he enloquecido de dolor, ha sido porque el alma no tiene vergüenza. Aún
la lloro, no obstante, y, a pesar de los años transcurridos, mis ojos
aún escrutan las multitudes con ansiedad, casi con vértigo. El que ha
existido realmente lo demuestran los datos que, sobre su persona,
figuran en una ficha de la oficina en la que prestó sus servicios: Mª
Ángeles Alpuente y Onaer, 24 años, licenciada en Biología por la
Universidad de Valencia. Evidentemente su domicilio era apócrifo, como
pudo comprobar mi corazón más de cien veces.
Este es un hecho que sin duda se puede calificar de increíble. Yo
mismo lo tendría por un sueño de no ser por este leve detalle: ahora
recuerdo perfectamente su cara.
Mariano Estrada
Texto incluido en el libro Los territorios de la inocencia (2014)
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