Kiev, crónica 4
Cabos sueltos y despedidas
La gente va seria en el trolebús y en el metro, la gente va seria por la calle. Me han informado, además, de que esa seriedad se va agravando con el avance del frío, de manera que en invierno es tristeza. Lo cual no es de extrañar, ya que los termómetros oscilan alrededor de los veinte grados bajo cero y, en ocasiones, pueden marcar treinta y tantos. ¿Cómo alegrar las caras y la vida con semejantes temperaturas? Tienen calefacción, por supuesto, pero esta no calienta las calles... Por otro lado, el frío empieza en septiembre y la calefacción no se la ponen hasta mediados de octubre. ¿Quién nos calentará la vida ahora / si se nos quedó corto / el abrigo del invierno? –cantó Claudio Rodríguez a los primeros fríos de otoño, en Zamora-. Y yo me pregunto: ¿qué hubiera escrito en Kiev, donde lo que se suele quedar corto es el presupuesto oficial? ¿Se hubiera quedado mudo y congelado? En el rigor de esos fríos insoportables, ¿quién desnuda su cuerpo para ofrecerlo al amor? Menos mal que hay mantas… Pero ¿cómo no entender que a menudo recurran al vodka?
Los sueldos de los trabajadores son muy bajos, como ya hemos dicho. También dije que se las van arreglando con la economía sumergida y con las pequeñas corrupciones. (La grandes las practican los ricos y los políticos, como se acaba de ver con la reciente destitución del Gobierno. Estamos en septiembre 2005). El problema de la sociedad ucraniana es que no tiene clase media. Solo hay ricos y pobres. Eso se aprecia, por ejemplo, en los coches. Las calles están llenas de verdaderas tartanas, tanto privadas como públicas, pero también de coches flamantes y lujosos. Aparcados frente a la Universidad Roja (ahora llamada por el nombre de su gran poeta Taras Shevsehenko), se ven coches muy caros y muy pijos.
¿Son felices los kievitas? -preguntaba Agustín Zaragozá, desde Sueca-. Pero creo que esa pregunta no puede responderse con rotundidad, sino con aproximaciones y relatividades. Uno se inclina a pensar que tienen muchos motivos para sentirse desgraciados, pero… ¿quién no? Los índices más altos de suicidio, por ejemplo, suelen situarse en las sociedades más avanzadas, allí donde, aparentemente, debería ser mayor la felicidad. En cambio, y a pesar de esa tristeza con la que conviven, a los ucranianos los abordas por la calle y son amables contigo, tanto o más que en España. Ríen cuando ocurre algo que es digno de risa. Cuando no, tienden a economizar energías. No se molestan en absoluto si les haces una foto, incluso se diría que la buscan, especialmente las jóvenes. Creo que sueñan con determinadas cosas que para nosotros son normales y que ellos aún no pueden tener. Por ejemplo, les llamaba la atención la cámara que yo llevaba colgando del cuello. Es pequeña y matona, claro, pero no sabía yo hasta qué punto... Los jóvenes se muestran más alegres y habladores que los mayores. Y las funcionarias de cierta edad que encontramos en los museos, las iglesias y otros organismos públicos que tuvimos ocasión de visitar, tenían unos rostros huraños, hoscos, casi se diría que amargados, un humor rabioso y un autoritarismo implacable. Esas mujeres concretas, en esos concretos momentos, no creo que fueran precisamente felices. Pero incluso aquí pude ver alguna excepción...
Si Chernobil está
tan cerca como para ir en bicicleta, ¿cómo es que tienen hojas los árboles? –me
preguntaba Natalia-. A lo que tengo que responder que Chernobil está a unos 180 km. de Kiev. Lo curioso
es que en el pueblo de Chernobil, los árboles siguen siendo frondosos, más
incluso que en Kiev. Los pude ver en los vídeos y fotos de Jesús, el fotógrafo
vasco, que finalmente logró los permisos y pudo acercarse a la central lo
suficiente como para poder piratearlas. Pasó una noche en el pueblo, que está a
unos diez km. de la central, convivió con una familia de las que viven allí,
comió de su comida y bebió de su bebida. Es cuanto puedo decirte, Natalia. ¡Ah,
sí!, también puedo decirte que Jesús, días después, nos pasó las fotografías
del sarcófago… Y ese sí que da un poco de miedo. La apariencia ya impone, pero…
¿qué pasa con las grietas?
En cuanto a los
taxis piratas, no solo es que existan, sino que cualquier persona con coche
puede hacer de taxista pirata. ¿Que cómo se come lo que digo? Pues así: tú
pones el dedo como si hicieras autostop, el potencial taxista pirata te para,
le preguntas cuánto te cobra hasta tal sitio y, si a él le pilla de paso y tú
estás conforme, te subes y te lleva. Esta es una más de las pequeñas
corrupciones que existen en el País. Y está bien a la vista, de manera que si
no se acaba con ella es porque no se puede. O porque no se quiere, que será lo
más probable.
En realidad,
corrupciones las encontramos incluso entre los monjes encargados de custodiar
los lugares “sagrados” y defenderlos del sarampión de las fotografías. “Niet
fotos”. Por ejemplo, estábamos en las catacumbas del fraile Antonio, en el
Monasterio de la Lavra, y ocurrió lo siguiente:
- Acepta este
regalo -le dijo el cura Germán a uno de los vigilantes-custodios, para que le
dejara fotografiar lo expresamente prohibido.
- No, no… no
puedo -respondió él de forma tajante.
- Acéptalo,
hombre –insistió el cura Germán.
- Que no, señor,
que no puedo… -volvió a decir el monje, mirando de reojo el billete que se le
ofrecía.
- Cógelo, por
favor, que yo necesito hacer esa foto…
- Bueno –accedió
finalmente el monje-. Pero por lo menos lo he intentado…
Finalmente, me quedaron muchas cosas por contar, como el maravilloso paseo en barco por el anchísimo Dniéper, bordeando las colinas de la ciudad; como las visitas al botánico (donde vimos un taller de campanas), las visitas a las Catedrales de San Vladimir y San Nicolás (preciosas las dos), a la Universidad Roja, por otro nombre Taras Shevsehenko, al Orfanato con el que Dim Ditey colabora, al baño de alegría y de fotos que nos dimos con los niños etc. Pero es que hubo un día que quise salir por la noche, y salí con Antonio Barletti, a conocer el ambiente de una discoteca… Desgraciadamente, no tengo el don de la ubicuidad, como tenía aquel humilde fraile llamado San Martín de Porres, también conocido por Fray Escoba. Por cierto, ¿quién recuerda al actor René Muñoz, guatemalteco él, que fue el que encarnó al personaje?
De modo que primero se retrasó la crónica y luego no la escribí. Otro día se fue la luz y no pude acceder al ordenador... En fin, que tampoco se puede luchar contra los elementos. Yo aré lo que pude, simple y llanamente. ¿Cómol? ¿Y no querrás decir: “yo hice lo que pude?” No, no…Yo aré lo que pude con el arado de la voluntad… Aunque siempre se puede hacer algo más, supongo, como hizo Camilo Sesto con aquella exitosa canción.
Mariano Estrada, Kiev, septiembre 2005
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