Huellas de admiración, de Mariano Estrada
EPÍLOGO
de Isidro Cicero (1)
MIRARI VOS LOS SIGNOS DE EXCLAMACIÓN
Mariano Estrada me invita a escribir unas líneas para incluir en “Huellas de admiración”. Últimamente, cuando me ocurre esto, suelo renunciar a las facilidades que proporciona entrevistar al autor y elijo un método más complicado, me introduzco a solas en la mina del título y exploro por mí mismo los minerales de ese yacimiento. Estoy convencido de que un título de libro es una mina. Y además es una destilación, porque allí el autor se ha esforzado primero en condensar en pocas palabras sus intenciones y después en destilar allí sus ideas. Un título es una mina y una alquitara.
La clave de este título y de este libro es la admiración. También he rastreado las 315 páginas del libro para comprobar la admiración con la que el autor valora a 65 personalidades con las que ha estado en contacto directo o a través de sus obras. Mi exploración ha consistido en preguntarme por qué algunas personas merecen admiración, en qué consiste la admiración, cómo se produce, y cómo nos las arreglamos para manifestarla.
La admiración consiste en mirar de una manera especial. Sobre la etimología de esta palabra, tengo recuerdos, ya muy lejanos, de cuando Mariano y yo éramos muchachos de trece o catorce años y compartíamos aula en un seminario de la paramera leonesa. La admiración allí muchas veces se nombraba en latín. Por ejemplo, se citaba la encíclica “Mirari vos”, que para entonces ya tenía 130 años de antigüedad. Se recitaba, en riguroso latín, una laudatio a Santo Domingo de Guzmán que empezaba con las palabras “O spem miram” (“¡Oh esperanza admirable! ¡oh maravillosa esperanza!”). Estaba además el verso “Tuba mirum spargens sonum” que aparece en el Requiem de Mozart y en el Séptimo sello de Ingmar Bergman: “La trompeta – la del Juicio Final – que difunde un sonido asombroso” … Mirari, mirum, miram. En definitiva, decían “mirar”, pero querían decir “admirar”.
Una encíclica - todavía hoy hay quien sabe estas cosas - es un documento que el Papa dirige a toda la Iglesia para sentar criterios universales. Todas las encíclicas se citan por sus dos primeras palabras: Inter mirífica, Humanae vitae, Populorum progressio, Eclesiam suam. Siempre se nombraron en latín, hasta que Francisco optó por el italiano para su Fratelli tutti y la Lautado si. Otra cosa es que la primera palabra de las encíclicas siempre se escribe con mayúscula y la segunda suele ir en minúscula. Todo esto está muy ritualizado.
La Mirari vos tiene que ver con la admiración, pero solo en el título, el resto lo destinaba el papa a condenar “horrendas” y “nauseabundas” ideas que entonces estaban en boga: disparates como la separación del Estado de la Iglesia, la legalización del divorcio, de la libertad religiosa, de la libertad de conciencia, de la libertad de imprenta, de la libertad política, de la libertad de oponerse al poder absoluto de los reyes y del vergonzoso y torpe libertinaje de muchos sacerdotes, arrastrados por el ansia de placeres, que reclamaban libertad para abandonar el celibato y poder casarse. Podríamos pensar que “Mirari vos” querría decir “admirad vosotros, o asustaos vosotros” de todos esos disparates, pero no: Gregorio XVI sospechaba que estarían asustados sus fieles por el hecho de que había tardado 18 meses en escribirles desde que fue elegido pontífice. “Mirari vos”: Es posible que “vos” (subordinada sustantiva con sujeto en acusativo) “mirari” (y verbo en infinitivo) estéis admirados, sorprendidos, extrañados, intrigados, desconcertados por el tiempo que he tardado en escribiros. Todos estos matices, y más, se contienen en el concepto de la admiración.
Por cierto, al margen de esto y hablando de Mariano Estrada, nuestro autor no tiene por qué sospechar que sus fieles lectores hayamos echado en falta este libro: al revés que lo que ocurría en 1832 con el entonces nuevo papa Gregorio, nosotros tenemos la seguridad experimental de que un nuevo libro de Estrada llega puntualmente cada año.
Huellas de admiración no es un poemario paisajístico, ni amoroso, los dos polos alrededor de los que nuestro autor suele trazar sus elipses poéticas, sino que es un paseo lineal que le ha ocupado la vida entera, leyendo y tomando notas de las grandes obras literarias de nuestro canon cultural. Tratando de adivinar el más allá que ocultan los textos y piensan sus autores. Admirando las escrituras y admirando a los escritores. Asombro, extrañeza, placer. Y siempre que ha surgido la ocasión de tener una relación personal con el autor, orgullo manifestado y explicado con detalle. De cada autor, de cada obra, Estrada Vázquez consigna las huellas que le han dejado en su propia andadura como escritor, como poeta y como persona. De ahí viene el título.
También hay huellas del mundo de la música y del pensamiento filosófico, pero la última figura del listado es alguien diferente, es su hermana mayor, Antonia, monja misionera, cuya trayectoria filantrópica considera Estrada digna de una admiración especial: “Si a alguien admiro yo de verdad”, dice, “esa es mi hermana Antonia”. También es mi reseña favorita, porque con Antonia la admiración de Estrada se me antoja un sentimiento especialmente real y sincero.
Quiero seguir profundizando en el concepto de la admiración. Antes de que algunas cosas nos den la oportunidad de que las admiremos, primero estamos obligados a mirarlas. Y antes incluso de eso, hay que verlas. Es que en esto somos tan especiales que la mayor parte de la realidad nos pasa desapercibida. La realidad está ahí, sí, pero pasamos por delante sin hacerle caso. Las cosas, las personas, los compañeros, los otros, lo otro, los maravillosos contenidos de cada estantería de las librerías están ahí, pero ni caso. Si no lo ves, no lo miras y, si no lo miras, no lo admiras.
Hay una expresión venezolana o quizá colombiana que se usa cuando una persona le pide a otra que le haga un poco de caso: “¡Párame bolas!”, dicen. Si la realidad pudiera gritar diría lo mismo a nuestros sentidos (“Párame bolas”), porque se discute si es cierto que hombres y mujeres usamos o no usamos toda la maquinaria de nuestro cerebelo y toda su capacidad de establecer conexiones nerviosas para el conocimiento. O si, por el contrario, dejamos que se nos vaya sin estrenar a la sepultura el 90% de nuestra masa cerebral.
Hasta que no nos han alcanzado los cascotes de los hospitales infantiles bombardeados, habíamos sabido muy poco sobre Ucrania. Nos avergüenza ahora lo poco que hemos sabido de Ucrania. Y de Rusia. No le habíamos parado bolas, pero ahora no hacemos otra cosa que escuchar los gritos aterrados que vienen de allí. Ahora ya no solo oímos el nombre de ciudades desconocidas, también escuchamos los angustiosos alaridos de las sirenas, que escuchar es a oír lo que mirar es a ver. Ahora ya no nos permitimos ser indiferentes. La indiferencia asesina, palabra que aquí no va como adjetivo, sino como el verbo de los verbos, el verbo asesinar. En esto sí tenía razón el papa Clemente XVI, el de “Mirari vos”, aunque él lo decía en un sentido muy diferente. Él hablaba del gravísimo error que entonces estaba ganando terreno, la libertad de la indiferencia consistente en considerar válidas todas las religiones, incluidas las no cristianas. ¡Ya ves qué cosas!
En los humedales cenagosos del protoindoeuropeo donde germinaron las semillas de los idiomas que todavía nos sirven para entendernos, creció al parecer la plántula lingüística “smei”. Esta raicita la usaron aquellos humanos hace seis o siete mil años para nombrar a la sorpresa. Paleontólogos del lenguaje aseguran que la sorpresa-smei es la que provoca la risa, porque el binomio sorpresa-risa va siempre unido: la sorpresa es la madre de la risa humana y la abuela del humor. Y el humor es uno de los productos más profundamente telúricos del ser humano, porque el humor tiene raíces en el humus y el humus es la otra manera de nombrar a la tierra y, derivada de ella, también a la humildad y a la humanidad.
Cuando allá a lo lejos del tiempo, la plántula smei se trasplantó y creció a las orillas del Mediterráneo, produjo brotes flexibles como el adjetivo mirus, que significa admirable -lo sabemos desde los 13 o 14 años- y también conceptos como milagro, mirífico, maravilloso.
Admirar es el tercer grado de ver y de mirar. Este prefijo “ad” que añadimos indica que ya no es la cosa la que te pide que le pares bolas; ya no es que te lancen los cascotes del hospital infantil bombardeado, ya eres tú el que, impelido por un estímulo interior, sales hacia allá ¡quién sabe por qué! Quizá por una inclinación misteriosa que existe en ti sin que lo sepas, quizá por un impulso de amor. Ya has sabido que existía Ucrania, ya te has enterado de lo que ocurre y, ahora, te pones en contacto con la Cruz Roja Internacional para ver si puedes hacer algo. Ver, mirar, y antes ponerte a actuar, ad-mirar.
Después de Kant, ya no existen objetos, existen fenómenos o, lo que es lo mismo, seres-para-la-vista. Uno puede mirarlos o admirarlos, pero admirarlos tiene un componente direccional (ad) que Husserl recoge al definir la conciencia como algo intencional, “tendente a”. La conciencia siempre es conciencia de algo. Esto es lo que diferencia el mirar del admirar. En el mirar vemos desde fuera, en el admirar lo hacemos desde dentro, en tanto que se nos hace presente a la conciencia.
Sobre poco más o menos es lo que se narra en el mito -también indoeuropeo- del cazador Acteón y la diosa Artemisa, paleopatrona de la caza. Se lo cuento a los lectores de Huellas de admiración. Artemisa, su nombre lo dice, tenía una manía especial (misa, que es odio, de ahí viene miso-ginia por ejemplo) a los osos (arctos, que es oso, de ahí viene ártico, por ejemplo). El odio al oso lo motivaba la habilidad de este animal para rivalizar por la miel y destrozar las colmenas de los paisanos.
El cazador Acteón estaba obsesionado con encontrar a la bella Artemisa y un día de montería dio con ella. Enfebrecido, fascinado, la sorprendió cuando ella se estaba bañando en una fuente del bosque. Verla desnuda era un deslumbramiento, pero también un sacrilegio y la diosa le castigó, severa, convirtiéndole en un ciervo. Crueldad divina, porque al pobre cazador simplemente le espoleaba el deseo irresistible y solo había salido “ad mirare”. A mirar. Husserl, explícalo otra vez.
Cuando llegaron los perros de la montería - lebreles y mastines- se lanzaron sobre el ciervo que por dentro era su dueño Acteón y se lo zamparon. La efímera, orgiástica y admirativa visión de la diosa ¿en qué quedó? Para el alma de Acteón, en un relámpago momentáneo y fulgurante con terribles consecuencias. Para los perros, en carne para comer. Para el conocimiento humano en un fracaso absoluto, porque la admiración maravillosa acabó metabolizada en perro, en cuerpo y sangre de mastín y lebrel. Para Artemisa, en su confirmación olímpica y fría de que hay que levantar barreras infranqueables que frenen al ser humano y no le permitan traspasarlas si no es con su muerte.
Tanto Estrada como yo sabemos que existen grados de admiración y los supremos no están a nuestro alcance. Los obviamos, no son objeto de este libro. También sabemos, también son admirables, los poetas místicos, capaces, ellos sí, de admirar direccionalmente desde dentro y expresar luego esa admiración arquetípica. A duras penas pueden hacerlo, en primer lugar, porque, al revés que Acteón, han conseguido sobrevivir a la aventura de ver desnuda a Artemisa. Y, en segundo lugar, porque el trauma cegador de esa visión la intentan expresar con imágenes, metáforas, exclamaciones y rodeos admirables, casi siempre incomprensibles.
El lenguaje del éxtasis es la exclamación, por eso es exclamatoria la poesía mística y el cancionero amoroso. Hasta nosotros con nuestra lengua de andar por casa hemos aprendido a utilizar señales específicas para expresar nuestras admiraciones. Las llamamos signos de exclamación y también signos de admiración. Su expresión gráfica y material son esas dos rayas verticales que la primera lleva un punto arriba y la segunda un punto abajo. En inglés y otros idiomas solo se usa una, la rayita que cierra la locución admirativa.
Aun así, la admiración es muy difícil expresarla. Deseo de veras a quienes lean estas líneas, que disfruten mucho las Huellas de admiración de Mariano Estrada.
(1) Isidro Cicero es periodista, sociólogo y escritor. Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Los que se echaron al monte, Vindio y El Cariñoso. Tiene en su haber un total de 21 títulos.
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