Buscar este blog

jueves, 6 de enero de 2011

La vaca de Severiana

                               Foto tomada de internet sin ánimo de lucro

La vaca de Severiana

Como era de esperar, la Navidad había venido con nieve, mucha nieve, tanta que las casas con fachadas a barlovento amanecieron con las puertas cegadas. La estampa era hermosa. El manto que cubría las calles, en sus puntos más gruesos, ganaba en altura a los perros y a las ovejas, e incluso a ciertos niños de 6 ó 7 años a los que la malicia no dejaba crecer. ¿Sería cierto aquello de que la malicia no deja crecer a los niños?
     -¿Eh, papá? –preguntó Isidro- ¿Es verdad eso que dicen de la malicia?
     -Puede ser, hijo, puede ser –respondió Juan, su padre, y en su respuesta iba un aderezo de sorna- Ya sabes que “cuando el río suena...”
     -Sí, y también sé que cuando llueve hay barro. Pero tú ¿qué dices, eh? ¿Te parezco yo pequeño para mi edad?
     -¿Pequeño, tú? ¡Nooo! Una vaca tendría que cagar dos veces para taparte...
     Con semejante nevada ante sus ojos, la gente no sabía qué hacer ni para dónde tirar, pero el Alcalde, en un concejo de urgencia al que los hombres acudieron con picos y las mujeres con palas, o al revés, no sé, pero todos ellos armados de voluntad y, por supuesto, pletóricos de musculatura, mandó llenar el pueblo de un tinglado de zanjas que a los niños les resultaban divertidas. Hartos de batallas campales o de hacer horribles muñecos, la ocasión era excelente para jugar al “escondite, lerite, tranliré, móquili-móquili, zis-zás, tú salvadito estás”. Y ello fue así hasta que se puso delante la vaca de Severiana.
     -¿La que se tira? –preguntó Jacinto, Herrero de apellido y de profesión, gracias a la fragua que, por mitad, le habían dejado sus padres.
     -La que se tira o la que se cae –respondió Tiburcio, quien gozaba de las mismas herrerías y era un poco mayor-. Porque has de saber, Jacinto, que en este otoño último se le cayó al pozo ella sola.
     -Al pozo van los gatos de agosto, pero no van solos. Uno cae del burro o del tejado por accidente, no por voluntad. Las hojas caen del árbol a su tiempo, también la fruta madura. Cae la lluvia y la nieve y el granizo... Cayó Jesús, cayó el Imperio Romano.... Caer no está en la intención, Tiburcio, y yo te digo: esa vaca embiste...
     Disquisiciones aparte, lo cierto es que la vaca apareció de repente por el carril y los muchachos, cogidos por sorpresa, no veían refugio donde meterse. Algunos de ellos eran tan pequeños que andaban casi en pañales.
     -¡Ese niño! ¡Ese niño!... –gritaron varias voces mayores desde sus respectivas atalayas.
     Pero el niño no se inmutó. La vaca le pasó por encima sin hacerle un solo rasguño y, con aire suficiente y majestuoso, se dirigió hacia el centro de la Plaza de Matalera, que también era el centro de aquel improvisado laberinto de nieve. Allí clavó sus patas en un quietismo extraño y, de este modo, los vecinos agolpados en los alrededores pudieron ver erigida la estatua que algunos no dejaban de reclamar y el Alcalde no acababa de conceder. “Por mis huevos de Alcalde, que son equilibrados y comprensivos, ¿para qué querrán una estatua estos mamones, habiendo como hay necesidad?”.
     Nevaba en los horizontes de Muelas. Los copos se depositaban mansamente sobre la ancha piel del cuadrúpedo, cuyo pelo era rubio y bermejo. Nevaba en los castaños y en el tilo, en las acacias y en los aleros, pero ahí nevaba ya sobre nevado. Nevaba también en las espaldas de los concurrentes y en las sufridas orejas de los que, teniendo puesta la boina, no la tenían calada hasta las amígdalas.
     La vaca seguía en sus quietudes, tal vez en sus profundos nirvanas.
     -¡El Minotauro! –gritó Fernando, un diletante que, por razones no indagadas, pasaba las Navidades en Muelas. Se trataba de un ingeniero de Zamora que tenía en común con su mujer una barriga de imposibles cinturones, anchas vestimentas y muy flexibles tirantes. No tenían hijos. Se decía que los médicos no les daban explicación, y esa explicación que no les daban los médicos se aceptaba en el pueblo como causa de no poder tener hijos, sin meterse en mayores honduras. Pero los niños tenían un porqué de verdad:
     -Hombre, porque con esa barriga no le llega, ¿por qué otra cosa va a ser?
     Y creían saber el remedio:
     -Coño, con ponerse atravesados...
     En lo tocante a la vaca, nadie acertaba la razón por la que había llegado al baile ella sola. ¿De dónde había salido?
     -De Creta –insistió Fernando, y miraba intensamente al Alcalde.
     -Que no decreto, hombre, que no decreto –dijo éste- El presupuesto no da para estatuas y mucho menos con artificios y cinceladuras.
     -Decreto yo por ti, Alcalde –replicó Juan- Y decreto de este modo: si los de Cuenca son cuencos, como parece, los de Creta han de ser cretos por necesidad, o al menos por derivación o por lógica, pero puede que la excepción haya hecho que algunos sean simplemente cretinos. Ésta no es Minotauro, don Fernando, bien se ve, ésta es una vaca “marela” que al sacar el hocico a la nieve le ha dado un pasmo de congelación...
     -No es “marela”, Juan, sino “bretona” –dijo el mayor de los Herreros.
     -¿Y no será la Bruja Dolores? –medió Jacinto, su hermano y socio, que seguía de cerca la tertulia- La melena que tiene es una mata florida y el rabo un espeluzno con tirabuzones...
     -Entonces no hay más que hablar –sentenció Fernando- Es el Minotauro vestido de Piconera.
     Se hizo un breve silencio, durante el cual, la cordura de los presentes miraba hacia la extraña chaveta de Fernando, que algunos creían atolondrada: “Panza tienes mucha, mamón, pero el exceso lo llevas en el cacumen. Si tuvieras algo que hacer...”. A Jacinto, en cambio, todo el mundo le perdonaba las ocurrencias y las sandeces, porque, siendo éstas claras y distintas, eran parte inexcusable del acervo corriente de los vecinos. Las de Fernando eran cábalas oscuras que, siendo de difícil comprensión, no hallaban encaje ni acomodo dentro de la tradición aborigen.
     -¿Y tú que ves, chaval? –le preguntó a Isidro una voz de mayor que, procedente de una retaguardia en altura, resultó ser la de un tal José Antonio, primo de la familia.
     -Yo veo una montaña nevada –contestó Isidro, al tiempo que se rascaba una falange amenazada de sabañón.
     -Ya, y yo soy Franco, no te amuela...
     -No, tú eres José Antonio, que te conozco. Y también conozco a Franco, que tiene un comercio de ultramarinos enfrente de mi casa. Y se llama Francisco. Y tiene bolas de anís.
     Lentamente, el cielo se iba abriendo e iba entrando la luz. En la plaza se instaló una blancura inmarcesible cuya intensidad hacía daño en los ojos. La gente empezó a desfilar con parsimonia y hasta la vaca tomó de nuevo el carril para dirigirse mansamente a la cuadra, donde, si no el calor de un hogar, tenía el de la paja menuda. Y también tenía el pienso, que, tal como expuso Descartes en su día, es la confirmación “in extremis” de la existencia.
     El narrador es consciente de que ha dicho a la cuadra y tal vez hubiera debido decir al establo. ¿Por qué? Porque hay algunos países en los que, aun siendo del entorno de nuestro idioma, una misma palabra puede tener significados diferentes, induciendo a confusión, como puede verse en este texto de Borges: “Lento el andar, en la posesión de la espera, llego a la cuadra y a la casa y a la sincera puerta que busco”. No obstante, en los pueblos de La Carballeda zamorana, el establo se asocia mayormente con el Portal de Belén y, éste, debido a sus connotaciones ecuménicas y religiosas, ha gozado siempre de la consideración de impoluto, algo que evidentemente no trasmite la cuadra. Por otra parte, es cierto que la cuadra tiene un nombre menor: la corte, pero todo el mundo dice que la corte está en Madrid y que de tales identidades nominativas sólo pueden salir inconveniencias y mancillamientos, dados los agravios de contenido.
     -A ver si te embiste el Minotauro, Fernando, que tú no pasas desapercibido y el laberinto tiene los carriles estrechos.
     -Más los tiene la vida, Juan, y, de una forma o de otra, por la vida vamos airosos. Además, ya se ha roto el hechizo y el que antes fue Minotauro ahora es sólo una vaca.
     -Nada es del todo lo que parece –arguyó Juan con una cierta ironía-, pero, por más que las cosas descarrilen, todo vuelve a su esencia primigenia. La nieve se licuará y el laberinto será tierra de nuevo. Eso sí, tierra mojada. La tierra se hará barro y el barro se hará polvo. De manera que en el polvo confluiremos, allá por el verano, porque en verano volvéis, ¿no?, calculo... Y, mira, cuando el verano se agoste, confluiremos en el polvo de la eternidad, que es ceniza y es frío...
     Durante unos instantes, la vaca de Severiana fue una estatua de nieve y de belleza. La de Eleuterio había sido en su día un modelo de canto y de fornicación. Si las vacas de la India embistieran no podrían ir sueltas por las ciudades, sorteando los automóviles, engullendo los lotos de los jardines, sacralizando sus rumios bajo una estatua de Buda o de Vishnú. La vaca de Severiana era un poco toruna en las maneras, pero no fue nunca machorra. Parió varios terneros en su larga vida. El último le vino atravesado y... ¡Bendito sea Dios!: se los llevó la parca. Pero eso fue más tarde, en los tiempos de la prosperidad, en los que Isidro había salido del pueblo para hacerse un hombre.

Mariano Estrada http://www.mestrada.net/ Paisajes Literarios
Nota: desde el año 2012, este texto forma parte del libro Animales en el corazón

1 comentario:

  1. La última vez que vi a Severiana fue hace 4 años. Tenía 87 y estaba como una rosa. La saludé con un beso. Se rió. Me preguntó por la familia…
    -¿Y la vaca? –le dije
    -¿La Garbosa?
    -No sé, la que se tiraba
    -¡Huyyy…! ¡No hace tiempo de eso…Lo menos treinta años…
    -¿Sabes que un día corrió a mi mujer y a mi hermana?
    - Sí lo sé, sí, que iban con la máquina de los chorizos…
    -Bastante les importó a ellas la máquina de los chorizos. La dejaron caer sobre la nieve, se echaron a correr como descosidas y perdieron hasta los zapatos…
    -Peor es que hubieran perdido la honra…
    -Ya, mujer, y peor aún es que se la quitara una vaca…

    Quedó sentada en su silla. Antes se sentaba en el banco de la puerta, pero era otro tiempo, otra puerta, otra casa. Se pasaba allí muchas horas, como vigilante del barrio. Ahora el barrio está solo, y ella está más abajo, ocupando una silla a la puerta de una casa que ya no es la suya.

    ResponderEliminar