Rosa y Mariano, Carnaby Street, 1979
El viaje a Londres
A Londres viajamos con el recuerdo de la experiencia
italiana: nada de coche, nada de barco, nada de equipajes excesivos, nada de
cartilla familiar. Desembarcamos en Gatwick sin contratiempos. No obstante, el
primer día que fuimos a Hyde Park corner se nos pegó una joven barcelonesa que
terminó conviviendo con nosotros durante tres o cuatro días. Nada que ver con
el cónsul que se nos había pegado en Venecia, desde luego, ya que la chica era
educada y agradable, pero no pudimos evitar recordarlo. Tampoco pudimos evitar
el pensamiento de que, pegándose a nosotros, lo que hacía aquella joven era
huir de la soledad. Un día se despidió y nosotros seguimos a lo nuestro.
¿Y qué
era lo nuestro? Veamos. En Trafalgar Square me tocó empujar a una chica para
que pudiera encaramarse en uno de los leones. No me quedó más remedio que
plantar mis manos en su culo, que era digno de ver, como tú misma viste. En
Picadilly nos quisieron estafar con el cambio de moneda. En el Palacio de Buckingham estuvimos
tres horas de plantón para poder ver el cambio de guardia. En la Torre de
Londres me puse a hacer el payaso delante de uno de los miembros de aquella
guardia impasible del Tesoro, pero no conseguí que moviera una sola pestaña. En
las Casas del Parlamento cogimos un barco que tardó una eternidad en llevarnos
a Hampton Court, donde vimos un precioso jardín y recordamos a Ana Bolena y a
Enrique VIII. En Kensington Gardens corrí detrás de una ardilla que se estaba
riendo de mí. En Harrods compré unas zapatillas deportivas que al parecer
encogieron por el camino, ya que después, en Villajoyosa, no podía ponérmelas.
En Carnaby Street nos hicimos una foto que es un canto al amor, a la alegría y
al optimismo. En un “Coffeehouse” al uso, de los que, sin embargo, había solo unos pocos, se te ocurrió pedir un té con limón y nos echaron la bronca: “Esto es una casa de
café, señora”. Y en el hotel en el que nos alojábamos, de nombre Victoria, se alojaba también un llanito cuya cabeza era
tan dura como el Peñón de Gibraltar.
Pues bien, todas estas cosas y otras que
no menciono aquí, como las visitas a los museos, catedrales, iglesias o
mercadillos, sin ti no hubieran tenido nada de especiales. Y lo tuvieron, vaya
que lo tuvieron. En realidad, aquellos 15 días en Londres se convirtieron en un
segundo viaje de novios. Diferente al anterior, pero igual de estimulante y
apoteósico. Patricia tenía un año y se había quedado con la abuela, a Daniel le
faltaba uno y medio para nacer. Fueron días de rosas. Ni siquiera nos importaba
lo mal que se comía, especialmente en los entornos de la City, donde una vez
tomamos unos horribles pasteles de carne. Para paliar este infortunio, en
ocasiones recurríamos a un restaurante que estaba muy cerca del hotel, en el
que podíamos cenar un delicioso plato de melón con jamón. Y para comer, alguna
vez recurrimos a la Casa de Barcelona,
donde ofrecían una aceptable paella determinados días de la semana. Al igual
que en Italia, echábamos de menos el pan, pero lo cierto es que, a falta de
pan, mandábamos que nos hicieran unas tortas. Eso ocurría en los restaurantes
hindúes o pakistaníes, que eran los que más abundaban en la ciudad.
Una ciudad
realmente cosmopolita, cuyos personajes autóctonos quedaban diluidos en un
impresionante trasiego de extranjeros de lo más populoso y variopinto.
Imposible imaginarse a Isacc Newton, por ejemplo, en algún jardín recoleto de
los entornos esperando pacientemente la
caída libre de la manzana. Y, sin embargo, en Londres se percibe con meridiana
claridad la apasionante gravitación del universo.
Mariano Estrada, del libro Rosa entre las rosas: cuarenta años de amor (2014)
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