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miércoles, 12 de octubre de 2016

Hay sueños que florecen en febrero



 El Charco, Villajoyosa


Hay sueños que florecen en febrero

Hacía un día espléndido y caluroso. Llevaba más de dos horas caminando y estaba un poco cansado. Me recosté sobre el tronco de un olivo que olía a eternidad. Me quedé traspuesto, soñé… Veía un campo de almendros con algún que otro olivo, tal vez con la memoria de algún que otro olivo. El suelo estaba cubierto de hierba y era verde, o era más verde que marrón o que gris. En todo caso, era un suelo hermoso que me daba a entender que había llovido bastante, no aquel día, sino unos días atrás. La lluvia sucede siempre en el pasado, dijo Borges, incluso cuando te está mojando en presente.
     Los almendros destilaban una luz blanca que era catártica y purificadora. Me pareció estar en Tárbena y en Relleu y en Benimantell y en Guadalest y en Coll de Rates y en Xaló. Todo ello a la vez. Pero tenía una vaga conciencia de que estaba en el Charco de Villajoyosa. Había salido a caminar y me había detenido junto a un viejo algarrobo. ¿Era un olivo? Sí, un olivo del huerto de Getsemaní. ¿Estaba en Jerusalén, finalmente? ¿Y qué hacía yo allí si ese día si no tenía nada que lamentar?
     Pasó una tórtola junto a mí, y me miró. Después pasó una ardilla, y me miró. Luego pasó un mirlo, y me miró. Por último pasó Miró, y era ciego. Llevaba un palo en la mano. ¿Un palo santo? No, un bordón corriente. Iba a Tárbena y posteriomente a Pacent, pero antes quería pasar por Bolulla, donde dijo que tenía una deuda contraída, y la quería saldar. “Hola, soy Gabriel Miró, iba en un burro, me pasé el pueblo de largo... No lo vi, juro que no lo vi. Estaba en la higuera. Luego miré hacia atrás y entonces vi el campanario, pero ya era tarde y no pude volver. O no supe. O no quise. Seguí cien curvas más y, al llegar a la cumbre, me salieron al paso dos cipreses de bronce… Olía a orégano. No tuve que levantar mucho los ojos para decir su nombre: ¡Tárbena! Y Tárbena estaba frente a mí”…
     En ese momento desperté. Me acerqué a la ventana, por la que entraba una luz blanca y deslumbrante, casi cegadora. Miré hacia afuera, vi a una ardilla sentada debajo de un almendro, vi a un mirlo picoteando entre las plantas y oí cantar cadenciosamente a una tórtola. Sobre la mesita de noche había un libro que, en algún momento del pasado, me llenó de naturaleza y de vida, de poseía y de sensualidad, de literatura y de belleza. Su autor,  Gabriel Miró. Hace ya muchos Años que leí ese libro por primera vez Y yo he andado desde entonces muchas Leguas.

  Mariano Estrada, 12-10-2016

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