El Charco, Villajoyosa
Hay sueños que florecen en
febrero
Hacía un día espléndido y
caluroso. Llevaba más de dos horas caminando y estaba un poco cansado. Me
recosté sobre el tronco de un olivo que olía a eternidad. Me quedé traspuesto,
soñé… Veía un campo de almendros con algún que otro olivo, tal vez con la
memoria de algún que otro olivo. El suelo estaba cubierto de hierba y era
verde, o era más verde que marrón o que gris. En todo caso, era un suelo
hermoso que me daba a entender que había llovido bastante, no aquel día, sino
unos días atrás. La lluvia sucede siempre en el pasado, dijo Borges, incluso
cuando te está mojando en presente.
Los almendros destilaban una luz blanca
que era catártica y purificadora. Me pareció estar en Tárbena y en Relleu y en
Benimantell y en Guadalest y en Coll de Rates y en Xaló. Todo ello a la vez.
Pero tenía una vaga conciencia de que estaba en el Charco de Villajoyosa. Había
salido a caminar y me había detenido junto a un viejo algarrobo. ¿Era un olivo?
Sí, un olivo del huerto de Getsemaní. ¿Estaba en Jerusalén, finalmente? ¿Y qué
hacía yo allí si ese día si no tenía nada que lamentar?
Pasó
una tórtola junto a mí, y me miró. Después pasó una ardilla, y me miró. Luego
pasó un mirlo, y me miró. Por último pasó Miró, y era ciego. Llevaba un palo en
la mano. ¿Un palo santo? No, un bordón corriente. Iba a Tárbena y posteriomente
a Pacent, pero antes quería pasar por Bolulla, donde dijo que tenía una deuda
contraída, y la quería saldar. “Hola, soy Gabriel Miró, iba en un burro, me
pasé el pueblo de largo... No lo vi, juro que no lo vi. Estaba en la higuera.
Luego miré hacia atrás y entonces vi el campanario, pero ya era tarde y no pude
volver. O no supe. O no quise. Seguí cien curvas más y, al llegar a la cumbre,
me salieron al paso dos cipreses de bronce… Olía a orégano. No tuve que
levantar mucho los ojos para decir su nombre: ¡Tárbena! Y Tárbena estaba frente
a mí”…
En
ese momento desperté. Me acerqué a la ventana, por la que entraba una luz
blanca y deslumbrante, casi cegadora. Miré hacia afuera, vi a una ardilla
sentada debajo de un almendro, vi a un mirlo picoteando entre las plantas y oí
cantar cadenciosamente a una tórtola. Sobre la mesita de noche había un libro
que, en algún momento del pasado, me llenó de naturaleza y de vida, de poseía y
de sensualidad, de literatura y de belleza. Su autor, Gabriel Miró. Hace
ya muchos Años que leí ese libro por primera vez Y yo he andado desde entonces
muchas Leguas.
Mariano Estrada, 12-10-2016
Mariano Estrada, 12-10-2016
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