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lunes, 23 de marzo de 2020

El abuelo, fragmento inicial


Mueble rinconero que estaba en el cuarto de mi abuelo

El abuelo, fragmento inicial

Mi abuelo, además de una cara simpática, tenía un mueble de rinconera para guardar sus secretos. Su cuarto era grande, sobrio, misterioso… Aquella manta casera que cubría la cama, el escapulario que siempre pendía del enorme cabezal, el crucifijo colgado de la pared, las contraventanas de roble entornadas, el suelo recubierto de irregulares maderas, la mesita de noche, la misteriosa mesita de noche donde colocaba la vela o el farol o el viejo candil de aceite para leer (Un candil que siempre me recordará las lamparillas, también de aceite, que mi madre utilizaba para alumbrar a la  Sagrada Familia, una imagen que, por turnos rigurosos, con devoción supersticiosa, adoraban los miembros de la Cofradía…).  También recuerdo aquel arca, aquella madera de generaciones, fantasmal, grande, aquel baúl pesado del que yo siempre esperaba que salieran los muertos, las almas de la noche, las almas que rondaban el campanario en la fría oscuridad de las noches invernales: ¡Tan!... ¡Tan!... ¡Tan!... Aquellas campanas de la noche que me hablaban de espíritus y miedos, que me hablaban de dolor, a veces, durante horas inacabables, cuando Dios se acordaba de llevarse a algún anciano vecino: ¡Tan!... ¡Tan!... ¡Tan!... Las mismas campanas que, sin embargo, incomprensiblemente, repicaban tan alegres las fiestas.

Mi abuelo era alegre como el rabo de las lagartijas, pero también era triste como los ojos de un perro. Viajaba de las alturas de Dios a las profundidades del Demonio. Estaba en comunicación directa con los espíritus malignos, los hijos de Satán, pero también se sentía atraído por el poderoso imán de los ángeles. Iba a la Iglesia de Dios y adoraba a Dios y al Diablo; hasta creo que llegó a confundirlos a menudo en una misma persona…

No obstante, todo esto solía llevarlo en la intimidad y, cuando la trascendía, tampoco se arrogaba las alturas de los redentores ni buscaba prosélitos para prolongar sus clarividencias, sus filosofías, sus íntimos convencimientos. Simplemente, si llegaba el caso, manifestaba sus convicciones como manifiesta las suyas el hambriento que sale a comer a la calle. De las veces que a mí se dirigía, que eran diarias y muchas, de ninguna me queda el recuerdo de que lo hiciera con la premeditada intención de convertirme a sus creencias. Al contrario, me contaba sus cosas en forma de auténticas fantasías, de historias genuinas, cargadas de personajes sin cuerpos o con cuerpos etéreos e inasibles. Todas ellas me divertían la intimidad y algunas me hacían francamente reír. Sus cuentos me parecieron siempre maravillosos. Con frecuencia le espetaba para que me contara otro, que nunca era el último. Pero no, en sus palabras, en sus maneras, en sus intenciones, jamás encontré  una motivación perversa o desagradable. Su persona jamás me inspiró ningún tipo de miedo, sino, por el contrario, me inspiraba mucho amor, mucha ternura, mucho cariño. Pero, ¡ay!, su cuarto…

Otro día contaremos lo de su cuarto y otras muchas cosas.

Nota:
El cuento titulado El abuelo, incluido en
el libro Los territorios de la inocencia (2014), fue escrito hacia la mitad de los años 70, siendo uno de los pilares sobre los que ha crecido mi obra.

Mariano Estrada

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