Mueble rinconero que estaba en el cuarto de mi abuelo
El abuelo, fragmento inicial
Mi abuelo, además de una
cara simpática, tenía un mueble de rinconera para guardar sus secretos. Su
cuarto era grande, sobrio, misterioso… Aquella manta casera que cubría la cama,
el escapulario que siempre pendía del enorme cabezal, el crucifijo colgado de
la pared, las contraventanas de roble entornadas, el suelo recubierto de
irregulares maderas, la mesita de noche, la misteriosa mesita de noche donde
colocaba la vela o el farol o el viejo candil de aceite para leer (Un candil
que siempre me recordará las lamparillas, también de aceite, que mi madre utilizaba
para alumbrar a la Sagrada Familia, una
imagen que, por turnos rigurosos, con devoción supersticiosa, adoraban los
miembros de la Cofradía…). También
recuerdo aquel arca, aquella madera de generaciones, fantasmal, grande, aquel
baúl pesado del que yo siempre esperaba que salieran los muertos, las almas de
la noche, las almas que rondaban el campanario en la fría oscuridad de las
noches invernales: ¡Tan!... ¡Tan!... ¡Tan!... Aquellas campanas de la noche que
me hablaban de espíritus y miedos, que me hablaban de dolor, a veces, durante
horas inacabables, cuando Dios se acordaba de llevarse a algún anciano vecino:
¡Tan!... ¡Tan!... ¡Tan!... Las mismas campanas que, sin embargo,
incomprensiblemente, repicaban tan alegres las fiestas.
Mi abuelo era alegre como
el rabo de las lagartijas, pero también era triste como los ojos de un perro.
Viajaba de las alturas de Dios a las profundidades del Demonio. Estaba en
comunicación directa con los espíritus malignos, los hijos de Satán, pero
también se sentía atraído por el poderoso imán de los ángeles. Iba a la Iglesia
de Dios y adoraba a Dios y al Diablo; hasta creo que llegó a confundirlos a
menudo en una misma persona…
No obstante, todo esto
solía llevarlo en la intimidad y, cuando la trascendía, tampoco se arrogaba las
alturas de los redentores ni buscaba prosélitos para prolongar sus
clarividencias, sus filosofías, sus íntimos convencimientos. Simplemente, si
llegaba el caso, manifestaba sus convicciones como manifiesta las suyas el hambriento
que sale a comer a la calle. De las veces que a mí se dirigía, que eran diarias
y muchas, de ninguna me queda el recuerdo de que lo hiciera con la premeditada
intención de convertirme a sus creencias. Al contrario, me contaba sus cosas en
forma de auténticas fantasías, de historias genuinas, cargadas de personajes
sin cuerpos o con cuerpos etéreos e inasibles. Todas ellas me divertían la
intimidad y algunas me hacían francamente reír. Sus cuentos me parecieron
siempre maravillosos. Con frecuencia le espetaba para que me contara otro, que
nunca era el último. Pero no, en sus palabras, en sus maneras, en sus
intenciones, jamás encontré una
motivación perversa o desagradable. Su persona jamás me inspiró ningún tipo de
miedo, sino, por el contrario, me inspiraba mucho amor, mucha ternura, mucho
cariño. Pero, ¡ay!, su cuarto…
Otro día contaremos lo de
su cuarto y otras muchas cosas.
Nota:
El cuento titulado El abuelo, incluido en el libro Los territorios de la inocencia (2014), fue escrito hacia la mitad de los años 70, siendo uno de los pilares sobre los que ha crecido mi obra.
El cuento titulado El abuelo, incluido en el libro Los territorios de la inocencia (2014), fue escrito hacia la mitad de los años 70, siendo uno de los pilares sobre los que ha crecido mi obra.
Mariano Estrada
No hay comentarios:
Publicar un comentario