Un lugar de La Carballeda zamorana. Fotografía de Fernando Medrano
Reflexiones de un
cordero blanco y la cena de Nochebuena
Queridos amigos: quiero que caiga sobre mí vuestra ternura,
pero no esa sombra de compasión que adivino en el fondo de vuestros ojos.
Miradme, pero no con pena. No erréis el tiro de modo tan certero, ya que
vuestra congoja es totalmente injustificada. Mi soledad en este hermoso rincón
es tan solo aparente. He sido yo el que he elegido el lugar y la postura para estar
un rato a solas y resguardarme de los vientos y del frío. Dentro de un momento
me meteré en los enfaldos lanudos de mi madre, que es la oveja más buena de
este mundo, y allí tendré el cariño que os parece que me falta, además de unas
ubres repletas y obsequiosas, de las que brota un alimento que es más blanco
que yo y que recibe el nombre de vida. Luego correré con mis hermanos y amigos
por las praderas circundantes hasta alcanzar el cansancio y completar un día
entero de gozo.
He querido informaros de estas cosas para que nadie se
confunda y llore por algo que no debe. Las lágrimas podéis reservarlas para
asuntos que de verdad las requieran. Vosotros sabéis perfectamente que las
apariencias pueden ser engañosas. Y esta lo es, sin duda. No estoy triste. La
tristeza no tiene esta apacible tranquilidad que siento yo por dentro ni creo
que la felicidad requiera de otras poses o de otras apariencias forzadas ni
tampoco de otros lugares ni de otros adornos.
Soy consciente de que solo soy un bebé y de que no tengo
ninguna autoridad para dirigirme a vosotros, seres inteligentes que me miráis
con buenas intenciones, aunque con ojos bastante confundidos y superficiales. Y
ya que estáis ahí, embelesados, quiero decirlos que tal vez debáis buscar algún
rincón parecido, en el que podáis estar a solas con vuestra intimidad y con
vuestros pensamientos. A lo mejor descubrís que una buena parte de las miradas
que dirigís a otros aspectos o intereses de la vida, están condicionadas, como
ésta, por prejuicios que no se ajustan nada a la realidad. Si reguláis el
mecanismo de los ojos, que es por donde ve vuestro cerebro, tal vez consigáis que
algunas de las ocupaciones que os absorben y no os dejan vivir, se caigan con
todos sus engaños y exigencias de los pedestales en los que ahora están
subidas.
Probadlo, no es difícil. A lo mejor concluís que hay que
aliviar las alforjas de lo innecesario y de lo superfluo, que la felicidad no
está en la enajenación continuada de los sentidos, sino que estos requieren de
algunos espacios de calma y de sosiego, de algún rincón íntimo para reflexionar
sobre la vida que queda por vivir en relación con la que ya hemos vivido.
Ya sé que no se comprende fácilmente, y mucho menos se
acepta o se tolera, que estas cosas las diga un cordero como yo, de apariencia
tan frágil, que está empezando a vivir. Esperaba no tener que aclararos que el
mío es un discurso sugerido y que en realidad os he utilizado sin escrúpulos ni
contemplaciones. Sois vosotros los que habéis dicho las cosas que acabamos de
oír mientras yo he permanecido callado en esta admirable fotografía silenciosa.
Un cordero que hablara de este modo sería una amenaza terrible para la sociedad
de los borregos, que es la vuestra y la mía, y cualquiera de sus dirigentes me
mandaría sacrificar para ofrecerme de plato principal en la cena de Nochebuena.
Mariano Estrada, del libro Animales en el corazón (2012)
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