Rosa, ante la catedral de Milán, 1975
Algunas peripecias en el viaje de novios. Italia,
1975
Descaro romano
Después
de visitar la magnífica Iglesia de Santa María la Maiore, con su admirable
techo rococó, nos sentamos en la terraza de un bar que estaba muy cerca del
hotel y nos recordaba mucho al Miami de Villajoyosa. Como no atendía nadie las
mesas, me acerqué yo a la barra. Al volver me percaté de que querían quitarme
la novia. ¿Sería posible? Con todo el morro del mundo, un joven –al que
yo había visto sentado al otro lado de la puerta- había ocupado mi silla y
estaba ofreciéndote poco menos que el cielo. Tú le dijiste que se fuera porque
el cielo estaba volviendo de la barra y podía caérsele encima. Pensé en
Alberti. ¿De verdad era Roma un peligro para caminantes? Por cierto, tú me
decías que me miraban mucho las italianas, pero ellas no intentaron nunca
robarme, como este joven romano quería hacer contigo. Por otro lado, yo no me
daba mucha cuenta de sus miradas, la verdad, porque mis ojos estaban
territorialmente ocupados por tu existencia.
Un mal recuerdo
En un restaurante de Venecia se
nos pegaron dos hombres desconocidos. Uno de ellos dijo ser cónsul de Perú o de
Chile, no recuerdo bien. El otro era mucho más joven. Al día siguiente se
hicieron los encontradizos, se sentaron de nuevo con nosotros y pretendían que
nos siguiéramos viendo. Finalmente, como no nos gustaba su conversación ni las
extrañas preguntas que nos hacían, les acabamos dando esquinazo. Nos dejaron un
sabor de boca desagradable. Tiempo después, cuando supe las cosas que les
habían sucedido a otros en Italia –a nosotros nos robaron las maletas-, me vino
a las mientes la idea de un posible secuestro. Me entraron verdaderos
escalofríos. ¿Cómo interiorizar una tortura semejante? ¿Qué hubiera sido de ti?
¿Y de mí? ¿Qué hubiera sido de nosotros y de nuestras familias? Sin que viniera
mucho a cuento, me asaltó la figura de Dirk Bogarde, protagonista de “Muerte en
Venecia”. Pero el recuerdo era lúgubre, así que lo intenté rebajar con unas
dosis de humor y me hice la siguiente pregunta: ¿Qué hubiera sido de Venecia
sin ti? Entonces se me puso delante el afilado rostro de Charles Aznavour, que
sumía el ambiente en un estado general de soledad y de tristeza.
El furto
En
Milán nos robaron las maletas, junto al Scala, en la calle Jiuseppe Verdi. Fue
una cantata monumental que, aunque solo por una noche, nos arrojó
inmisericordemente del paraíso. Éramos dos tórtolos ingenuos disfrutando de su
alegre viaje de novios. Roma, Florencia, Venecia, las maletas a reventar, la
alegría en el cuerpo…Un furto, un furto. Sí, comisario, un furto. Ya nos habían intentado robar
antes en Roma. En el mismísimo hotel, por la noche. ¿Cómo íbamos a pensar
nosotros que en Italia ocurrían estas cosas? Corría el mes de septiembre de 1975. En los pueblos de España
se dejaban aún las puertas abiertas.
Montecarlo
Pero
nosotros no estábamos dispuestos a renunciar a la alegría de un viaje de novios.
Al día siguiente salimos hacia Montecarlo. En el hotel se mostraron suspicaces
porque no llevábamos con nosotros las maletas que nos habían robado en Milán.
Qué gracia. ¿Tendríamos planta de terroristas? Pero llevaban razón al mirarnos
con un cierto recelo, puesto que, ya en la habitación, estuvimos saltando
durante dos horas sobre la cama, como si fuéramos atletas de algún extraño
olimpo. En realidad éramos monos. Muy monos. Regresamos por Andorra, porque el
dinero que nos quedaba no nos daba para ir de boutiques. Repusimos un poco el
armario y, lo que es más importante, nos zampamos con ferocidad un enorme
bocadillo de chorizo. Estábamos hasta el gorro de las tortas que nos ofrecían
los italianos: las de comer y las que nos daban directamente en los morros.
Todas en los entornos de la boca.
Del
libro Rosa entre las rosas: 40 años de amor
Mariano
Estrada www.mestrada.net Paisajes
Literarios
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