Foto tomada de internet sin ánimo de lucro
Suena el teléfono… ¿Y no querrá usted decir que llora el teléfono, señor Domenico Modugno de pacotilla? No, señor desfasado y antiguo y anacrónico, quiero decir exactamente que suena un móvil cuya propietaria es una niña de ¿quince, dieciséis, diecisiete años? ¿Para qué quiere una niña de esa edad el teléfono lloriqueante de Modugno, si ella va tan contenta con su móvil de última generación, por el que acaba de recibir un mensaje que la ha llevado poco menos que al cielo? Hay que ver el nerviosismo que puede producir un mensaje en una niña de ¿quince, dieciséis, diecisiete años? No sé, la niña es joven, muy joven, eso salta a la vista.
Pues bien, suena el teléfono, como digo, y la niña clava los ojos en la pantalla, la niña escucha atentamente, casi conteniendo la respiración, la niña esboza una arrebatada sonrisa, la niña se emociona hasta el punto de ponerse a dar saltitos y a gritar como una posesa. Pos ésa, pos ésa es la niña de ¿quince, dieciséis, diecisiete años? Locuras benditas del amor que obliga a hacer a uno cosas tan tontas. Y tan bellas y sentidas y trastocadoras y hormigueantes y disparatadas.
¿Sabréis entender esto los que tenéis la juventud en las alforjas raídas del olvido, en las dependencias deshabitadas del corazón, tal vez en un rincón oscuro de la trastienda?
La niña corre hacia el baño, se coloca ante el espejo, se mira, saca los potingues de los cajones… Unos potingues que no acierta a ponerse porque los acelerones del corazón se le han subido a la cara y a las manos.¡Joder! Dice un tanto nerviosa, pero no se enfada ¿Cómo puede enfadarse una alegría tan última, tan recientemente sacada del horno del teléfono, tan ilusionante y feliz y embriagadora? Sí, amor, en el parque, donde tú quieras, tenemos todo el día para nosotros… Tú y yo y el amor. Los tres juntitos y revueltos. Muy muy revueltos…
La niña se precipita y corre, baja las escaleras, olvida el bolso, vuelve a su habitación, pierde un zapato, no mira, no ve, atropella al perro de porcelana del vestíbulo, casi atropella a su madre y a su abuelo ¿Adónde vas, hija, ha pasado algo? Claro que ha pasado, ha pasado el amor por el teléfono y a ella se le ha metido como una electricidad en las ínfulas, en las médulas, en las aurículas. Ha pasado que todo se amontona y ella crece en un éter divino donde no hay resistencia ni gravedad. Ha pasado que ha salido una luna gigante a plena luz del día.
Pero a ella no le preguntes, porque no oye ni ve, ella sólo intuye y presiente y atropella desde esa nube de alta velocidad en la que ha empezado a vivir en el instante en el que el mundo se hizo canción para sonar en su móvil y originar insospechados e inminentes cataclismos en su intimidad más honda. Desde entonces no existe para nadie que no sea aquel chico que le ha dejado grabadas en su móvil estas palabras hermosas e imperecederas: “Te quiero, amor, te quiero. A las doce voy a ir al parque de la Primavera y me pondré junto al estanque de los peces de colores, donde beben los pájaros y flotan los nenúfares. Volveré a llamarte más tarde, pero quiero que sepas que estaré allí hasta que llegues, sea cual sea la hora o el día, porque hoy he sabido con certeza que vas a estar en mi vida para siempre”.
La niña sale a la calle como un potro que no ha sido domesticado. Y corre y corre y se desboca sin atender a semáforos ni a policías ni a coches ni a razones, porque ella va por el mundo y ya no pisa el asfalto de la realidad, sino la delicuescencia de esa nube blanca de mariposas que la envuelve y la aísla. Nada ni nadie la podrá detener hasta que no haya puesto los pies en esa esquina del parque de la Primavera donde un joven vestido de amanecer la está esperando ya junto al estanque de los peces de colores, en el que beben los pájaros y brillan, radiantes, los nenúfares a la espléndida luna del mediodía.
El mensaje
Sentí cómo la piel se me erizaba
ayer, mientras oía tu mensaje
de voz en el buzón de mi teléfono.
Respondí con temblor a la llamada
y me puse un nervioso maquillaje
para ir a tus ojos en el metro.
Cruzamos la ciudad con alegría,
hablándonos, riendo todo el día
sintiéndonos felices, como niños
que suben y que bajan escaleras
que se sientan en bancos, en aceras
y se suben al beso en el bordillo.
A las seis nos amamos,
a las siete otra vez,
a las ocho de nuevo
a las nueve, a las diez...
Y perdimos la cuenta
y perdimos el tren,
y cortamos las rosas
del rosal de un hotel.
En el alba la luz nos sorprendía
con los ojos abiertos todavía,
salpicados de luna y tintineo.
Y por fin nos rindió la madrugada
cuando juntos hicimos en la almohada
un remanso de amor junto a Morfeo.
A las seis nos amamos,
a las siete otra vez,
a las ocho de nuevo
a las nueve, a las diez...
Y perdimos la cuenta
y perdimos el tren,
el amor sin nosotros
no se puede entender.
Incluida en el libro Poecanciones de amor (2013)
Mariano Estrada http://www.mestrada.net/ Paisajes Literarios
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