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viernes, 3 de junio de 2011

El intruso

Foto tomada de internet sin ánimo de lucro


El intruso

Mi amigo Pepefran, de Benidorm, a quien tengo en gran estima, ha escrito en algún lugar de este Blog en el que yo he trazado unos rasgos sobre mi abuelo, que éste le parecía un tipo genial. Añade que él no tuvo la suerte de conocer a ninguno de los suyos y que ahora percibe con claridad esa carencia que, al menos en parte, ha podido ser remediada gracias a que su hija sí tiene abuelos maternos. Finalmente me pide que cuente algo más sobre la figura entrañable de este hombre que, teniendo una estatura física pequeña, alcanzó para mí unas proporciones de gigante.
La historia que dejo a continuación está basada en un hecho real que, sin embargo, ocurrió cuando yo tenía diez años. Lo que quiere decir que, aunque la esencia sea cierta, que lo es, los exteriores están rodados con el tomavistas de la memoria puesto sobre el entendimiento de un niño. Un niño que adoraba a sus padres y a su abuelo.

Coda:
Hace un par de meses colgué en este blog un artículo compuesto por fragmentos de un cuento llamado “El abuelo” y un poema titulado “El abuelo, el nieto y el cura”, que tal vez mi amigo Pepefran no haya leído. Dejo aquí el enlace:
http://marianoestradavazquez.blogspot.com/2011/04/el-abuelo-el-nieto-y-el-cura.html

Un abrazo

El intruso

Cierto día –ya lejano en el tiempo, pero no en la memoria-, llegó un desconocido a la casa de mis padres, en la que entró con la excusa de no sé qué raro parentesco. En base a esta premisa, y con un evidente desparpajo, se instaló en la mejor habitación, lo que obligó a algunos cambios en las costumbres de la familia. Que yo recuerde, no rechazó ni uno sólo de los privilegios dimanantes de la buena hospitalidad, que son más de los que pueda parecer. Por él se sacrificaron dos chivos, veinte o treinta pollos y al menos otros tantos conejos. Por no mentar los chorizos, los lomos, los jamones, o aquellos pedazos de tocino que, a decir de mi abuelo, no los saltaba un gitano.

Ya desde el principio, y en concordancia con lo anterior, tuvo un puesto preferencial en la mesa, su plato fue servido con magro y generosidad, su desayuno estuvo siempre a su hora y nunca supo de cierto cuándo le habían hecho la cama.

Ante tantas atenciones, el hombre no sólo se olvidó de marcharse, como resulta comprensible, sino que fue adquiriendo raíz y echando lustre y barriga. Tanto es así que las ropas se le quedaron estrechas y hubo que proveerle de un nuevo vestuario (Da la casualidad de que el pariente, además de presunto, era pobre). Por su parte, y como contraprestación, ni siquiera tuvo el gesto de aclarar aquellos vínculos por los que, presumiblemente, entroncaba con nuestra familia. El día que llegó, aparte de exhumar una proclama genealógica basada en el primer apellido, dijo escuetamente que procedía de Bilbao, ciudad en la que mi abuelo, que vivía con nosotros, había estado de joven, hacía ya muchos años.

Mis padres, que siempre han sido prudentes, callaban, concediendo a aquel señor el beneficio de la duda y dándole a mi abuelo la oportunidad de enderezar aquel tuerto. Pero mi abuelo, supuesto conocedor de la esotérica historia, había hecho de su boca una tumba, lo que no encajaba muy bien con su naturaleza dicharachera.

Mientras tanto, el acomodado ya empezaba a ser un incordio para mis padres, pues no sólo vivía como un rey, sino que, a juzgar por las apariencias, no tenía la intención de cambiar. Para colmo de males, debo decir que jamás se le ocurrió echar una mano en las tareas de la casa, que no eran mancas ni pocas (Téngase presente que mis padres han sido labradores durante toda la vida). Pues no, señor, ni hacía nada ni se esmeraba tampoco en disimulos. Eso sí, se daba largos paseos, dormía cómodas siestas, oía muchas misas, fumaba interminables cigarros y, de remate, a mí me mandaba a menudo a comprar confituras. Naturalmente, a él le importaba bien poco que mermara la alcancía familiar, de la que se proveía; le importaba mucho más que yo cobrara en especies por el camino.

No he sabido jamás la relación que, anteriormente, mi abuelo había tenido con él. Lo que sé es que, durante el tiempo que convivió con nosotros, ésta no fue demasiada. Al contrario, mi abuelo andaba cohibido en su presencia y no perdía ocasión para evitarla en cuanto le era posible. No obstante, un día le vi de nuevo animado; creo recordar que, a la hora de la comida, le llegó a gastar incluso una broma. Por la tarde estuvieron enzarzados en una conversación aparentemente apacible; sin duda fue también importante, pero yo nada oí, por desgracia, para dar aquí testimonio. Es más, probablemente hubiera pasado al olvido de no ser por lo que ocurrió por la noche ¿Que qué ocurrió por la noche? Nada que, en sí mismo, desvelara el intríngulis de la propia conversación, pero que, con toda seguridad, era su gratificante resultado. Eso lo podría hasta jurar, pero no lo voy a hacer porque, como Borges dejó escrito, todo juramento es un énfasis.

Recuerdo que, como ya iba siendo costumbre en aquellos últimos días, estábamos cenando en la incomodidad de un picajoso silencio cuando mi abuelo, ante la sorpresa de todos, se dirigió a la parroquia con estas reveladoras palabras:

-Bien, querida familia, parece ser que el huésped ya ha salido de cuentas.

-En efecto, en efecto –se apresuró a decir el intruso- En el tiempo vivido con vosotros, que no es poco sin duda, he estado haciendo mis cálculos. Hasta ahora, los astros me lo habían puesto difícil, pues se daba un lamentable desajuste en su natural conjunción. Pero hoy han ido a su sitio, finalmente, y su mensaje es rotundo:”Ite, missa est”. Sobre esta base, y ayudado por los signos de la Biblia, de la que soy humilde hermeneuta, he formado el engrudo con el que he rehecho mis cábalas. Según éstas, la lógica es absurda hasta el punto en que tan pronto nos niega como nos bendice. Los hechos ocurridos esta tarde no sólo han destruido mi savia genealógica, sino que me han dejado en la duda de mi real existencia. La conclusión, a todas luces confusa, reza más o menos así: “Mil y mil ciento veinte; diecinueve y tres, quince; el que debe nueve y paga diez, queda a deber once”

Mis padres intercambiaron con los ojos una común extrañeza, pero no dijeron nada porque vieron que mi abuelo reía. A la mañana siguiente, cuando el sol desplegaba sus rayos, despedimos al intruso con la misma hospitalidad con la que un día fue recibido, pero con mucho más alborozo. Especialmente por parte de mi padre que, con un gesto jovial, le tendió una mano ancha y endurecida donde el intruso depositó confiadamente la suya. Luego se dio cuenta -y sigo refiriéndome al intruso-, de que en realidad había metido la pata. Pero ya era tarde: mi padre rebatía su confusa conclusión, con un estremecimiento de huesos:

-El que debe nueve y paga diez –aseguró, mientras le apretaba con fuerza- no sólo queda saldado, sino que se hace acreedor de una elocuente propina ¿No es verdad, amigo? Dicho de otro modo:
“Si prieto me debe una deuda
si yo se la debo a Prieto,
si Prieto me aprieta a mí,
yo le aprieto a Prieto.”

-Comprendo, señor –sollozó el pobre hombre con una voz suplicante- Si un día vuelvo por estos pagos, cosa que jamás ocurrirá, tendré mucho gusto de no pararme en visitas.

Mariano Estrada, http://www.mestrada.net/ Paisajes Literarios
Blog http://paisajes.blogcindario.com/

6 comentarios:

  1. Muy bueno Mariano, me hubiera encantado oir la conversación de tu abuelo con el "huésped"...
    Precioso y emotivo recuerdo de la niñez, y relatado tan bien que resulta muy ameno.
    Un abrazo.

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  2. Caray con el intruso!
    No me extraña que no quisiera marcharse, cuando era tratado así, a cuerpo de rey.
    A mí también me hubiera gustado escuchar la conversación que mantuvo con tu abuelo, que debió de ser de lo más interesante y curiosa.
    Todo un personaje tu abuelo, por lo que llevo leído de ti...Seguro que era un placer escucharle y aprender de él.
    Un beso, Marito, que tengas un feliz fin de semana.

    Lidia

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  3. Hola, Transi: el fin de semana pasado estuve en Muelas. La primavera estaba realmente exultante y yo volví a los parajes de la niñez, de la inocencia, de la felicidad.
    El Intruso fue un personaje que llegó para romper durande un tiempo la monótona armonía de la familia. Pero apenas ocupa un rinconcito en la memoria.
    Un beso

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  4. Es cierto, Lidia: era un placer escucharle. De hecho, yo siempre le estaba diciendo que me contara algún cuento o alguna hitoria. Te recuerdo que entonces no teníamos televisión.
    También había una parte "oscura" en mi abuelo por la que yo me sentía misteriosamente atraído. Echaba "responsos", hacía conjuros y magias, quitaba verrugas... Y tenía un pequeño mueble de rinconera donde guardaba unos libros atrayentes y repulsivos en los que a mí me parecía que se encerraban todos los secretos del mundo.
    El mueble aún está en la casa, y es precioso. Algunos de aquellos libros los tengo yo y son completamente blancos. Entre ellos hay incluso un catecismo en catalán de 1919.
    Chao, Lidieta, un beso

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  5. No conocía esta historia del intruso (si los dichos, claro), hay que ver qué cosas pasaban antes! Un beso, Pec

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  6. Hola, Pec:
    Y, sin embargo, pasaban menos cosas que ahora. Antes, la gente era más confiada. Y muchísimo más hospitalaria, desde luego. Tu abuelo Daniel, el que apretaba la mano, era un ejemplo de hospitalidad. Un beso.

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