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Noche
sin luna
Antes de llegar la emigración que vació los pueblos
de España, y de esto hace apenas cincuenta años, éstos rebosaban dinamismo y
vitalidad por todos sus poros: sus calles, sus casas, sus caminos, sus
rincones. La convivencia era tan exteriorizada y tan grande que nadie movía un músculo sin que los vecinos lo
supieran. Lo sabían todo, incluso algunas cosas que hubieran preferido no
saber. Casi se puede decir que eran libros abiertos; unos libros que, si bien tenían borrones y tachaduras, no estaban hechos de papel, sino de
transparentes láminas de vida, unas alegres, otras tristes, otras dolorosas,
porque los libros que va escribiendo la vida están hechos de sentimientos, a
veces apasionados; de deseos, a menudo ardorosos; de fantasías, casi siempre
encendidas. Y todas estas cosas giran mucho sobre la gravitación de los
cuerpos, es decir, el peso, la sangre, la atracción, la caída, la caída libre,
la caída morrocotuda…
Ya decían los curas que los enemigos del alma eran
tres: el mundo, el demonio y la carne. Pero la carne, en la España de los
cincuenta y de los sesenta, salvo la que procedía de Argentina, estaba
realmente muy cara, muy cara. Tanto que, legalmente, solo había un camino para acceder a ella: el
amor. O lo que entonces era igual: el matrimonio. Y para eso había que
retratarse delante de la familia, pedir la mano y recurrir al altar, donde la
novia debía ir blanca y radiante, como decía Guardiola, no el del fútbol, el
otro, el de la voz grave, el que le indicaba a su hija los lugares dónde podía
estar el buen Dios.
¿Y le parece a usted mal que se pensara en la carne?
No, no, a mí me parece de película. A los que no les parecía tan bien era a los
padres de las dueñas de las carnicerías, que tenían que andar siempre
aleccionándolas sobre cosas que no sabían ni pronunciar y viviendo con el ojo
avizor, no fuera a ser que unos lobos hambrientos y rijosos disfrutaran de la
comida a sus espaldas y les saliera gratis la fiesta, como pasaba más de una
vez y en ocasiones antes de tiempo. Naturalmente, la noche era una aliada
perfecta, ya que las bombillas eran bienes escasos, tanto en cantidad como en
potencia luminosa. Faltaba mucho aún para la llegada de Miguel Sebastián, el
ministro que en un futuro incierto repartiría gratis las bombillas. Además, los
pueblos no estaban asfaltados y sus calles estaban llenas de barros y de
piedras, barros que se multiplicaban por las noches y piedras que eran dardos
al servicio de la pasión. Es verdad que las piedras no valían para romper la
luna, que era una bombilla chivata y delatora, pero había muchas noches
oscuras. Y los curas jugaban con una cierta ventaja, porque escondían el balón
entre las piernas, bajo la sotana, y los confesionarios tenían las cratículas
traspasadas por las emociones, por las llantinas y por los secretos de alcoba.
Por cierto, con luna o sin luna, los amos de la
noche eran los gatos, y el medio natural en el que se movían, como auténticos
barones rampantes, eran los tejados, las ventanas y las buhardillas. ¿Quién
dijo que no había diversión en los pueblos? Ya lo creo que sí, y eso que no
hemos hablado aún de los prados y de los pajares…
-¡Aleluya! Yo de aquí no me muevo aunque me lo pida el Obispo de Roma.
-Pues ojo al parche, César, porque esta noche va a caer una lluvia de sal. Hoy he visto a Bruto con la escopeta.
-¡Aleluya! Yo de aquí no me muevo aunque me lo pida el Obispo de Roma.
-Pues ojo al parche, César, porque esta noche va a caer una lluvia de sal. Hoy he visto a Bruto con la escopeta.
Nota:
Entre los trabajos que acabaron en la bolsa de las Poe-canciones, hay dos o tres que fueron intentos de reciclar un poema. Éste fue uno de ellos. El resultado está ahí. No juzgo, no digo, no disparo. Que sean otros los que juzguen y digan y disparen.
Entre los trabajos que acabaron en la bolsa de las Poe-canciones, hay dos o tres que fueron intentos de reciclar un poema. Éste fue uno de ellos. El resultado está ahí. No juzgo, no digo, no disparo. Que sean otros los que juzguen y digan y disparen.
Noche sin luna
Por donde saltan los gatos
me deslicé de rodillas.
la noche andaba sin luna
y, más aún, sin bombillas.
La luz quedaba por dentro,
tras la ventana encendida;
y dentro tú, como novia
para el amor ofrecida.
Pero los ojos de un gato,
acaso sólo imaginan
cuando las noches sin luna
tampoco tienen bombillas.
Con una luz solitaria,
que ciegan bien las cortinas,
un gato, por más que quiera,
no puede ver, sólo mira.
Entre las luces del alba,
la sombra se desleía;
dejaba el gato tu casa,
entraba el hombre en la mía.
me deslicé de rodillas.
la noche andaba sin luna
y, más aún, sin bombillas.
La luz quedaba por dentro,
tras la ventana encendida;
y dentro tú, como novia
para el amor ofrecida.
Pero los ojos de un gato,
acaso sólo imaginan
cuando las noches sin luna
tampoco tienen bombillas.
Con una luz solitaria,
que ciegan bien las cortinas,
un gato, por más que quiera,
no puede ver, sólo mira.
Entre las luces del alba,
la sombra se desleía;
dejaba el gato tu casa,
entraba el hombre en la mía.
De la serie “Poe-canciones”
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