Quintanilla, Zamora. Foto JM. Piña
Otoño en la fragua
Jacinto y Tiburcio pasaron
la adolescencia y gran parte de la juventud encerrados en un seminario, donde
estudiaron religión, música, latín, filosofía y otras muchas cosas. No se hicieron curas porque, llegado el momento,
se percataron de que realmente no tenían vocación sacerdotal, aunque estuvieron
muy a punto. Así que regresaron al pueblo, donde sólo había casas y campo:
pocas casas y mucho campo. En una de esas casas, de planta baja, su padre había
puesto una fragua que luego abandonó por enfermedad. Ellos la heredaron y la
convirtieron en una forma de vida. No es que fuera muy buena, pero el trabajo
tampoco les mataba. Además, estaban siempre juntos y, entre martillazo y
martillazo, tenían mucho tiempo para filosofar, porque, eso sí, los dos se
consideraban filósofos, tal vez un poco poetas. Y puede ser que lo fueran
porque en el pueblo nadie les acababa de entender...
Otoño en la fragua
(Fragmento)
El otoño llegaba a su esplendor con sus colores de abeja y caramelo.
El paisaje dejaba en la mirada una expresión de asombro que el pecho recibía
con deleite y convertía en admiración y borrachera. Pócimas de roble, licores
de chopo y de castaño, brebajes de nogal, mostos de parra... Saúcos, fresnos,
álamos, negrillos... Exuberancias de color, lujurias líricas, multiplicadas
incitaciones de gozo...
Los nogales del frente de la Iglesia son mucho más grandes que los olivos del
huerto de Getsemaní, y más viejos que Jesucristo cuando fue besado por Judas,
el traidor. La verdad es que son unos nogales espléndidos no sólo en la
estatura y en la antigüedad, sino también en las nueces, en las hojas y en los
pájaros. Nueces que ignoran el
instrumento de su ruina, que Tchaikovsky hizo arte, pájaros que desconocen a
Dios, por más que sean píos, píos, papíos, y
hojas que derraman en el árbol sus esplendores de otoño.
-¿Tú qué dices, Tiburcio?
-Yo digo que mayo pajarayo. La primavera es la vida, el otoño es
anticipo de la soledad y de la muerte.
-¿La muerte de quién, Tiburcio? ¿Acaso te has muerto alguna vez y a mí
me tienes en babia? ¿O es que te cuelgas de los techos para invernar, como los
murciélagos y las estalactitas? ¿Dónde tienes los ojos, mamón, en el cogote?
¿No te conmueve el colorido?
En la Cortina de los Gatos hay unos chopos esbeltos cuyas hojas,
multiplicadas y otoñales, el aire estremecía levemente y el sol mandaba en
reflejos a los ojos. La
Iglesia asomaba por detrás, con su torre-campanario de
granito gris, gama Puente Nuevo, y sus anchos tejados de pizarra, cromatismo
azul, tono Llojadal cantera. Todo oscurecido por líquenes y musgos y acaso matizado de erosión por los
rigores climatológicos y el persistente fluir de las centurias.
-Las almas de los muertos, Jacinto, se sienten arropadas por la
proximidad corpórea de los vivos, pero también por las piedras que conocieron
en vida.
-Ya lo creo, Tiburcio, y sobre todo en el invierno.
-En el invierno y en el verano, Jacinto. Despojadas de la carne, que
es peso y costumbre, las almas no
resisten la soledad, por eso se hacen gregarias y asociativas. Procesiones,
enjambres, estantiguas, columnas, coros, batallones... Son formas o estructuras
que adoptan las almas penitentes, ya sin
espacio ni tiempo.
-¿Quieres decir, Tiburcio, que en el día señalado de los difuntos,
cuando el cementerio contradice abiertamente al otoño y se viste de primavera
-bien que sea fugaz y funeraria-, estamos rodeados de abejas incorpóreas,
cínifes metafísicos, mariposas
ingrávidas, hormigas invisibles y algún que otro fantasma vaporoso de la hueste
humana pasada a mejor vida?
-Eso es, Jacinto, has volado tan alto tan alto que le has dado alcance
a la caza.
-Es decir, que yo no estoy con mis muertos, como era mi intención y mi
creencia, pongamos por caso, sino con un coro de espíritus amontonados que
acompaña inseparablemente a mis muertos.
-No, tú estás con tus muertos realmente, porque eso es cosa de fe y la
fe depende de ti, pero ellos ya están entregados a otra causa más alta y más sublime, constituyendo una unidad de
destino universal.
-Ángela María, la ingente congregación de los espíritus, llamada Santa
Compaña, se ha equipado de combatividad y patrioterismo. Franco ha ampliado sus
tronos y dominaciones. Los cementerios deben abrirse por defunción. La guerra
ha llegado a sus comienzos.
El cura lucía una casulla de un dorado tenue que, dadas las
inevitables genuflexiones durante la celebración de la misa, dejaba ver un
sagrario que entonaba muy bien con el otoño, igual que los retablos y la patena:
-Copón, pero ahí hay trampa –protestó Tiburcio-. El color de lo sagrado no depende del tiempo. El
cáliz es dorado por los quilates, no por el otoño.
-Pero el cura no se aviene a razones, Tiburcio, porque el cura es
pimiento colorado, azul y verde... O sea que tan pronto es aleluya como salmodia, después será domingo o
Navidad, Crucifixión, Adviento,
Epifanía... Y aún nos ahorramos la sotana.
-Desde un punto de vista
litúrgico, Jacinto, la sotana es
el vestido de la inactividad, que es reposo momentáneo, no del requiem, que es descanso eterno. Claro
está que la sotana es negra, como el
luto, pero también como el pecado. Y el pecado es hijo del ocio y el ocio no
distingue color...
“El color de las casullas” -pontificaba el sacristán cuando le daban
ocasión- “se corresponde con la
intencionalidad del oficio que se celebra: no es igual una boda que un
entierro”. Otro tanto ocurría con las
músicas, ciertamente variadas, del repertorio sacramental: Palestrina, Bach,
Haendel, Mozart... Graves, tristes, alegres, circunspectas... Liturgia pura.
Ninguna implicación o connivencia con las estaciones, sean temporales,
musicales, pictóricas o ferroviarias.
-Con las estaciones, Jacinto, solamente se han implicado los profanos,
como Stravinsky, al sucumbir a los
efluvios primaverales, que, dicho de otro modo, son explosiones de vida. O
Vivaldi, que en un rapto de fiebre pasional, tan divergente como aglutinadora,
no musicó una estación, sino las cuatro.
-Podía haber musicado las catorce y, en lugar del almanaque, hubiera
compendiado el Viacrucis.
-No había caído yo en esas cuentas, Jacinto, pero dime: ¿qué tienen
que ver con el otoño?
-La evocación, Tiburcio, a través de los oros de las casullas, nada
bastos, por cierto, y de las copas de la celebración, que brillan como filos de
espadas.
-El oro, aunque sea como evocación, siempre es sospechoso de codicias,
hermano, especialmente si las pasiones se desatan con cargamentos de juego y
borrachera.
Avanzada la tarde, la fragua había entrado también en su imperioso
ocaso. Y teniendo en cuenta que el fuelle, como instrumento necesariamente
subordinado, no avivaba las brasas, la ceniza se extendía sobre el fuego
matizando su potencia y confiriéndole un carácter otoñal que daba paso al frío.
-¿No hay lugares en el mundo donde dicen que siempre es primavera?
Pues vámonos allí, Jacinto, librémonos del frío y sus congojas.
-¿Y eres tú quien habla, Tiburcio; tú, herrero; tú, Vulcano? ¿Adónde
hay invierno más benigno que en los entornos de un yunque, a la vera de un
fuelle y en el calor compartido de una fragua?
-En la mujer, Jacinto, en un regazo de esposa. Esa es mi fragua
deseada, mi invierno de estrechas soldaduras con la primavera, mi tierra elemental,
mi carne transitiva, mi declinar gozoso...
Cuando Tiburcio cerraba el obrador, martilleaba en su cabeza una
lluvia fina que le iba bien al otoño. Dentro, en las planicies desoladas de su
noble alma de cántaro, caían chaparrones de tristeza.
-Si es verdad que la lluvia sucede en el pasado, hermano, esto debe de
ser el futuro.
-No te digo que no, Jacinto. La lluvia de este instante fue antes un
presagio y una nube, el viento que nos mece venía ya de otra parte, las hojas
que no paran de caer cayeron en un tiempo que nunca es el ahora. Acaso el
invierno empezó con esta lluvia de otoño que en días venideros será de soledad
y de frío. Las hojas volarán con sus colores y nosotros nos pondremos a la
lumbre para alimentar los recuerdos y las salpicaduras. Después llegará la
primavera.
-Ciertamente te falta una mujer, Tiburcio, ahora caigo en la cuenta.
Búscala en la tierra y en el aire, en las proximidades o en los confines, dale
el corazón con sus galopes contenidos, abrígate en sus ojos y cruza el rubicón
de los carámbanos bajo el ancho paraguas de los besos... Pero cuídate muy bien de que en el fondo de
su alma, por más que compañera y voluntariosa, no haya alguna oculta fatalidad
por la cual se llame Dolores. Porque entonces el invierno se haría hielo dos
veces.
Pasados unos años, tanto
por la fragua como por la vida, en los ojos de Tiburcio se reflejaba el otoño
de muy distinta manera: no ya con sus colores de abeja y caramelo, más o menos
cercanos o distantes, que preconizaba su
hermano, sino también con los posos de sustancia y esencialidad que, de
repente, le atravesaban la retina y le
llegaban al fondo del espíritu. No, los ojos de Tiburcio ya no veían el otoño
como el límite de un ciclo de la vida, es decir, del hombre, sino como parte de
un proceso armónico y unitario en el que, año tras año, se depositaba generosamente la belleza. Y la
belleza, en su forma elemental y en su sentido más hondo y más oculto, es parte
indisociable de la verdad última del hombre.
Mariano Estrada www.mestrada.net Paisajes Literarios
No hay comentarios:
Publicar un comentario