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miércoles, 24 de octubre de 2012

Otoño en la fragua



Quintanilla, Zamora. Foto JM. Piña


Otoño en la fragua

Jacinto y Tiburcio pasaron la adolescencia y gran parte de la juventud encerrados en un seminario, donde estudiaron religión, música, latín, filosofía y otras muchas cosas.  No se hicieron curas porque, llegado el momento, se percataron de que realmente no tenían vocación sacerdotal, aunque estuvieron muy a punto. Así que regresaron al pueblo, donde sólo había casas y campo: pocas casas y mucho campo. En una de esas casas, de planta baja, su padre había puesto una fragua que luego abandonó por enfermedad. Ellos la heredaron y la convirtieron en una forma de vida. No es que fuera muy buena, pero el trabajo tampoco les mataba. Además, estaban siempre juntos y, entre martillazo y martillazo, tenían mucho tiempo para filosofar, porque, eso sí, los dos se consideraban filósofos, tal vez un poco poetas. Y puede ser que lo fueran porque en el pueblo nadie les acababa de entender...

Otoño en la fragua (Fragmento)

El otoño llegaba a su esplendor con sus colores de abeja y caramelo. El paisaje dejaba en la mirada una expresión de asombro que el pecho recibía con deleite y convertía en admiración y borrachera. Pócimas de roble, licores de chopo y de castaño, brebajes de nogal, mostos de parra... Saúcos, fresnos, álamos, negrillos... Exuberancias de color, lujurias líricas, multiplicadas incitaciones de gozo...

Los nogales del frente de la Iglesia son mucho más grandes que los olivos del huerto de Getsemaní, y más viejos que Jesucristo cuando fue besado por Judas, el traidor. La verdad es que son unos nogales espléndidos no sólo en la estatura y en la antigüedad, sino también en las nueces, en las hojas y en los pájaros. Nueces que ignoran  el instrumento de su ruina, que Tchaikovsky hizo arte, pájaros que desconocen a Dios, por más que sean píos, píos, papíos, y  hojas que derraman en el árbol sus esplendores de otoño.
-¿Tú qué dices, Tiburcio?
-Yo digo que mayo pajarayo. La primavera es la vida, el otoño es anticipo de la soledad y de la muerte.
-¿La muerte de quién, Tiburcio? ¿Acaso te has muerto alguna vez y a mí me tienes en babia? ¿O es que te cuelgas de los techos para invernar, como los murciélagos y las estalactitas? ¿Dónde tienes los ojos, mamón, en el cogote? ¿No te conmueve el colorido?

En la Cortina de los Gatos hay unos chopos esbeltos cuyas hojas, multiplicadas y otoñales, el aire estremecía levemente y el sol mandaba en reflejos a los ojos. La Iglesia asomaba por detrás, con su torre-campanario de granito gris, gama Puente Nuevo, y sus anchos tejados de pizarra, cromatismo azul, tono Llojadal cantera. Todo oscurecido por líquenes y  musgos y acaso matizado de erosión por los rigores climatológicos y el persistente fluir de las centurias.
-Las almas de los muertos, Jacinto, se sienten arropadas por la proximidad corpórea de los vivos, pero también por las piedras que conocieron en vida.
-Ya lo creo, Tiburcio, y sobre todo en el invierno.
-En el invierno y en el verano, Jacinto. Despojadas de la carne, que es peso y costumbre, las almas  no resisten la soledad, por eso se hacen gregarias y asociativas. Procesiones, enjambres, estantiguas, columnas, coros, batallones... Son formas o estructuras que adoptan  las almas penitentes, ya sin espacio ni  tiempo.
-¿Quieres decir, Tiburcio, que en el día señalado de los difuntos, cuando el cementerio contradice abiertamente al otoño y se viste de primavera -bien que sea fugaz y funeraria-, estamos rodeados de abejas incorpóreas, cínifes  metafísicos, mariposas ingrávidas, hormigas invisibles y algún que otro fantasma vaporoso de la hueste humana pasada a mejor vida?
-Eso es, Jacinto, has volado tan alto tan alto que le has dado alcance a la caza.
-Es decir, que yo no estoy con mis muertos, como era mi intención y mi creencia, pongamos por caso, sino con un coro de espíritus amontonados que acompaña inseparablemente a mis muertos.
-No, tú estás con tus muertos realmente, porque eso es cosa de fe y la fe depende de ti, pero ellos ya están entregados a otra causa más alta  y más sublime, constituyendo una unidad de destino universal.
-Ángela María, la ingente congregación de los espíritus, llamada Santa Compaña, se ha equipado de combatividad y patrioterismo. Franco ha ampliado sus tronos y dominaciones. Los cementerios deben abrirse por defunción. La guerra ha llegado a sus comienzos.

El cura lucía una casulla de un dorado tenue que, dadas las inevitables genuflexiones durante la celebración de la misa, dejaba ver un sagrario que entonaba muy bien con el otoño, igual que  los retablos y la patena:
-Copón, pero ahí hay trampa –protestó Tiburcio-. El  color de lo sagrado no depende del tiempo. El cáliz es dorado por los quilates, no por el otoño.
-Pero el cura no se aviene a razones, Tiburcio, porque el cura es pimiento colorado, azul y verde... O sea que tan pronto es  aleluya como salmodia, después será domingo o Navidad, Crucifixión,  Adviento, Epifanía... Y aún nos ahorramos la sotana.
-Desde un punto de vista  litúrgico, Jacinto,  la sotana es el vestido de la inactividad, que es reposo momentáneo, no del requiem, que es descanso eterno. Claro está que  la sotana es negra, como el luto, pero también como el pecado. Y el pecado es hijo del ocio y el ocio no distingue color...

“El color de las casullas” -pontificaba el sacristán cuando le daban ocasión-  “se corresponde con la intencionalidad del oficio que se celebra: no es igual una boda que un entierro”.  Otro tanto ocurría con las músicas, ciertamente variadas, del repertorio sacramental: Palestrina, Bach, Haendel, Mozart... Graves, tristes, alegres, circunspectas... Liturgia pura. Ninguna implicación o connivencia con las estaciones, sean temporales, musicales, pictóricas o ferroviarias.
-Con las estaciones, Jacinto, solamente se han implicado los profanos, como Stravinsky, al  sucumbir a los efluvios primaverales, que, dicho de otro modo, son explosiones de vida. O Vivaldi, que en un rapto de fiebre pasional, tan divergente como aglutinadora, no musicó una estación, sino las cuatro.
-Podía haber musicado las catorce y, en lugar del almanaque, hubiera compendiado el Viacrucis.
-No había caído yo en esas cuentas, Jacinto, pero dime: ¿qué  tienen  que ver con el otoño?
-La evocación, Tiburcio, a través de los oros de las casullas, nada bastos, por cierto, y de las copas de la celebración, que brillan como filos de espadas.
-El oro, aunque sea como evocación, siempre es sospechoso de codicias, hermano, especialmente si las pasiones se desatan con cargamentos de juego y borrachera.

Avanzada la tarde, la fragua había entrado también en su imperioso ocaso. Y teniendo  en cuenta que el  fuelle, como instrumento necesariamente subordinado, no avivaba las brasas, la ceniza se extendía sobre el fuego matizando su potencia y confiriéndole un carácter otoñal que daba paso al frío.
-¿No hay lugares en el mundo donde dicen que siempre es primavera? Pues vámonos allí, Jacinto, librémonos del frío y sus congojas.
-¿Y eres tú quien habla, Tiburcio; tú, herrero; tú, Vulcano? ¿Adónde hay invierno más benigno que en los entornos de un yunque, a la vera de un fuelle y en el calor compartido de una fragua?
-En la mujer, Jacinto, en un regazo de esposa. Esa es mi fragua deseada, mi invierno de estrechas soldaduras con la primavera, mi tierra elemental, mi carne transitiva, mi declinar gozoso...

Cuando Tiburcio cerraba el obrador, martilleaba en su cabeza una lluvia fina que le iba bien al otoño. Dentro, en las planicies desoladas de su noble alma de cántaro, caían chaparrones de tristeza.
-Si es verdad que la lluvia sucede en el pasado, hermano, esto debe de ser el futuro.
-No te digo que no, Jacinto. La lluvia de este instante fue antes un presagio y una nube, el viento que nos mece venía ya de otra parte, las hojas que no paran de caer cayeron en un tiempo que nunca es el ahora. Acaso el invierno empezó con esta lluvia de otoño que en días venideros será de soledad y de frío. Las hojas volarán con sus colores y nosotros nos pondremos a la lumbre para alimentar los recuerdos y las salpicaduras. Después llegará la primavera.
-Ciertamente te falta una mujer, Tiburcio, ahora caigo en la cuenta. Búscala en la tierra y en el aire, en las proximidades o en los confines, dale el corazón con sus galopes contenidos, abrígate en sus ojos y cruza el rubicón de los carámbanos bajo el ancho paraguas de los besos...  Pero cuídate muy bien de que en el fondo de su alma, por más que compañera y voluntariosa, no haya alguna oculta fatalidad por la cual se llame Dolores. Porque entonces el invierno se haría hielo dos veces.

Pasados unos años, tanto por la fragua como por la vida, en los ojos de Tiburcio se reflejaba el otoño de muy distinta manera: no ya con sus colores de abeja y caramelo, más o menos cercanos o distantes,  que preconizaba su hermano, sino también con los posos de sustancia y esencialidad que, de repente, le atravesaban la retina y  le llegaban al fondo del espíritu. No, los ojos de Tiburcio ya no veían el otoño como el límite de un ciclo de la vida, es decir, del hombre, sino como parte de un proceso armónico y unitario en el que, año tras año,  se depositaba generosamente la belleza. Y la belleza, en su forma elemental y en su sentido más hondo y más oculto, es parte indisociable de la verdad última del hombre.

Mariano Estrada www.mestrada.net Paisajes Literarios
http://marianoestradavazquez.blogspot.com.es/

Foto tomada de internet sin ánimo de lucro



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