Busqué en la librería de Jonás, pero El Buscón estaba
en la mía.
La librería de Jonás
Queridos amigos:
Cada vez que publico en este Blog un texto viejo, siento la
necesidad de explicarlo a los lectores: “queridos lectores, este es un texto
viejo”. ¿Será con la idea de orientarles o, por el contrario, será para que lo
lean con benevolencia? Pues bien, estamos ante un texto que, sin ser de la
época de Maricastaña, tiene ya sus años.
Al igual que algunos otros que he colgado aquí anteriormente, pertenece al
libro Vindicación de JL Borges, del que sólo se han publicado en Internet
algunos fragmentos. ¿Fale la xplicación? Esfero que sí, forque no hay otra. Nota: finalmente, esta historia fue incluida en el libro Los territorios de la inocencia, publicado en el año 2014.
La
librería de Jonás
-Mira, Riki, o coges al toro por los cuernos o no harás nada
en la vida. Las flores están bien como adorno, pero, si quieres cortar el
bacalao, hay que olvidarse de florituras.
-¿Y qué me dices del arte?
-¿De qué te sirve el arte, si te crecen los papeles en los
rincones? Déjate de monsergas, vete al grano, empieza de una vez, abandona esa
actitud de divo perfeccionista. Nadie es la sal de la tierra, nadie está tocado
de divinidad, somos puros mortales.
Éste es un trozo de conversación entre dos hombres de muy
distinta factura. El trato que se dispensan, que es hondo y frecuente, está
sellado por la amistad que se juraron de niños.
Antonio Muñoz Zaragoza, Toni, de 38 años, tiene ante la vida
una actitud pragmática y mercantilista, lo cual no le impide que posea una
dilatada cultura. Al contrario, su cultura se debe, en gran parte, a su
actitud, puesto que ésta le ha permitido ganar el dinero necesario para comprar
ciertos lujos difícilmente alcanzables de otra manera, entre ellos el tiempo
para aprender (la casualidad no comporta cuatro títulos universitarios). Por
otra parte, el dinero no ha suplantado a su yo, y el tiempo disponible, que ha
sido mucho, le ha permitido también cultivar otras cosas, entre ellas la
amistad y un determinado diletantismo. Así, juega al tenis, practica el surf y
la vela, lee a Bertrand Russell, oye a Stravinsky, sale con mujeres, asiste a
conferencias de alto nivel, frecuenta salas de cine y de teatro, va a
conciertos, participa en tertulias… Dicho de otro modo, su vida se asienta en
la razón y, a partir de ahí, se permite hacer guiños a los dioses. Con ello
aprieta muchas tuercas, ata muchos cabos, silencia muchas bocas y gana muchos
adeptos.
Ricardo Atienza Domínguez, Riki, aparte de la amistad y de los años, nada tiene de común con su amigo; más bien parece su antípoda. Tanto es así que, habiendo dispuesto en su día de las mismas oportunidades, las fue dejando pasar una a una como si fueran agua de un río. A cambio se instaló en una torre de marfil y allí forjó fantasías y ensimismaciones de las que, sin embargo, tuvo que descender a menudo para afrontar los problemas dimanantes de su escueto sueldo de profesor de instituto. Un día, quizás más agobiado que de costumbre, miró en su derredor y, viendo que sus vivencias se amontonaban en papeles que nadie leía, intuyó que su actitud había perdido sentido y que su felicidad había perdido quilates.
-¿Qué esperabas? –le dijo Antonio- No sólo te aíslas del
mundo, lo cual puede ser grave si, como en tu caso, es excesivo, sino que te
empeñas en pulir la mercancía hasta hacerla inconsútil, inmanejable, casi
invisible ¿A quién le importan tus ménades, tus vesánicos acíbares, tus
incorpóreos y policromados nenúfares?
-A nadie que los llame mercancía, desde luego –contestó
Ricardo- Pero puede que interesen a otras gentes que habitan otros mundos y
tienen otras dosis de sensibilidad, otra inquietud, otras visiones.
-¿Y dónde están esas gentes?
-No sé, aquí, allá, en lugares recónditos e insospechados.
-Ahí pueden estar toda la vida… Además, ¿quién va a llevarte
hasta ellos si antes no convences a los que manejan los hilos, ya sean mecenas
o negociantes? Mira, Riki, si tienes que escribir, escribe; pero intenta que la
literatura sea a la vez un negocio. Yo lo veo así: sal de tu tabuco, métete en
el cuerpo de los posibles lectores, cébalos, engáñalos si ello es preciso,
miénteles descaradamente, usa y abusa de su enorme capacidad deglutiva, de su
insaciable avidez, dales el alimento que piden… Pero no intentes meterlos en
coturnos que les vienen estrechos.
-Eso es vender la gracia por muy pocas lentejas. Voy a decirte
una cosa: “no sólo de pan vive el hombre”.
-Por supuesto, hay quien vive de mirarse el ombligo; y acaso
de compararse con Dios, con toda la soberbia que implica.
La discusión había entrado en parajes de insospechadas
honduras. Para adaptarse a las mismas, o quizás para evitarlas, Antonio se
sirvió un vaso de whisky y le puso otro a su amigo. Éste lo sorbió con avidez,
intentando aplacar los exabruptos de su recién alanceada soberbia.
-Ponme otro –dijo secamente Ricardo.
-Si bebes de ese modo tendré que meterte en la cama
–vaticinó Antonio.
-Cada vez que abres la boca es para ofrecerme un insulto.
Antes me llamaste soberbio, ahora me llamas enclenque, luego me llamarás
badulaque o alcornoque. Y tú ahí, juez de mis actos, libre de pecado y de culpa.
¿Por qué no te miras al espejo?
-Porque hablábamos de ti, ¿recuerdas? ¿O no era tu felicidad
la que había perdido quilates?
-¿Quilates? Ponme otro whisky, hermano.
-Tus deseos son gustos y, como tales, me inclinan.
Ricardo tomó el vaso en sus manos y bebió desaforadamente.
Por su parte, Antonio no podía dejar de acompañar a su amigo, pues, a pesar de
sus marcadas diferencias –o precisamente por ellas-, eran muchas cosas las que
había compartido sus almas. De manera que, el uno por el otro, los dos se
abandonaron a unos tragos sin tino que pronto se dejaron sentir en sus bocas.
-¿Quilates? –repitió Ricardo- ¡Aleluyas! Lo que ha perdido
es vergüenza. ¿Quieres que te diga una cosa? Yo nunca he sido feliz. Mi torre es
un adarve contra el mundo, un refugio contra la realidad. Mis almenas están
hechas de barro enmascarado, mis redes son trampas contra la desdicha, mis
libros son vendas con las que he tapado los ojos. Pero hoy me siento desnudo,
ya ves, porque nada ha sido bastante para ocultar mi soberbia. Soy soberbio,
sí, e incluso ha habido momentos en que me he sentido divino. En mi descargo
diré que, en esos justos momentos, he sido todos los hombres: Whitman, Borges,
la vecina del tercero, los caníbales Tupí, Mahoma, Bili el Niño, Buda, el
último de los mortales… y Dios.
-¿De qué te quejas entonces? –Se admiró Antonio- Yo no he
trascendido jamás mi diminuta conciencia. Pero, secreto por secreto, tampoco a
mí me sobra la dicha; es más, alguna falta me hace… Bajo esta concha
impertérrita habita un hombre infeliz. Cada día que empieza es una losa sobre
mi frente. Maldigo lo que soy y quisiera ser otra cosa, hallarme en otro
cuerpo. Pero estoy atado al deber, que es quien me proporciona los lujos ¿Dónde
está el whisky?
-En la botella, supongo –respondió Ricardo de una forma
indolente.
-¿En la botella? Esto es un vidrio soplado que otro, y no
yo, ha llenado de aire. ¿Dónde está el líquido?
-En el cásculo, que, si mal no recuerdo, es sinónimo
esdrújulo de botéllula.
-Sí, esdrújulo degenerativo –concluyó Antonio- ¿Dónde está
esa botella?
-Piensa, Descartes, puesto que existes, ¿dónde guardarías tú
un libro?
- Ahí –contestó Antonio, señalando con el dedo la librería.
-Pues, mutatis
mutandis, no necesitas ser adivino –le reprochó su amigo, quien
cambió absolutamente de tercio para decir- Y ya que hablamos de libros,
¿recuerdas la librería de Jonás?
-¿Por otro nombre el regurgitado? Claro que me acuerdo,
¿cómo no voy a acordarme?
-Pues ahí se decidió mi futuro –afirmó tajantemente Ricardo,
dirigiéndose a la estantería y extrayendo un volumen del anaquel- Mientras tú
satisfacías al animal, magreando a la chica, yo afanaba este libro, justamente
este libro. O sea que la culpa la tuvo un Buscón llamado don Pablos
-Será una broma, ¿no? –aventuró Antonio.
-¿Broma? ¿Sabes lo que sufría yo cuando tú te calcabas a la
chica? Por cierto, ¿recuerdas el nombre
de la chica?
-Claro, Graciela.
- ¡Ah, Graciela, belladona, flor de pitiminí! –enfatizó
Ricardo, dejando volar un poco la imaginación-. En menos de una semana leí tres
veces al libro. ¿Sabes para qué? Para negarla otras tantas, por no decir otras
muchas, y más y más y más. Tenía que sacármela de aquí, del coco; a ella y al
mamón que se la estaba beneficiando. En cuanto al libro, ¿qué quieres que te
diga? Entre el enredo y la distracción no capté la mitad, pero el alma se me
enganchó para siempre.
-¿Te gustaba Graciela? –preguntó Antonio un tanto extrañado.
-¿Que si me gustaba? Era mi ilusión, mi gozo, mi delirio. Y
puesto que nunca desperté su interés, era mi perenne tortura. Con el tiempo se
hizo diana de mis múltiples ensoñaciones onanistas; o, lo que es igual, memento
de la masturbación. Claro que, para entonces, mi exacerbado platonismo ya había
bajado de tono.
-Podía haber sido tu sombra, si hubieras querido; mejor
dicho, si hubieras hablado. Pero tú elegiste el silencio, porque tú eras tú,
Ricardo el orgulloso, el vértice del orgullo. Habría que verte, tragando
masoquistamente la lengua. Sin duda me odiabas a mí.
-No sabes hasta qué punto, muchacho. Deseé que te poblaran
las ladillas, que te hicieran puré los gonococos, que te castrara una sífilis
con su terrible podona. Pero fui mucho más lejos: quise verte morir; es más,
deseé tu resurrección para ver cómo morías dos veces.
Tras estas desconcertantes afirmaciones, la cara de Antonio era
todo un poema. Al percatarse de ello, Ricardo remató:
-Qué, ¿ya no trincas, hermano?
-¿Cómo que si no trinco? Trinco tanto que soy el mismo
trinquete. Dame la botella. ¿O quieres que me quede mirando mientras tú te
calcas el whisky?
-Yo no podía hacer ni eso cuando tú te calcabas a la chica.
-Porque tú eras un pulcro que necesitaba refugiarse en los
libros. Aún lo eres ahora; ni siquiera has sospechado que las apariencias
engañan ¿Sabes lo que hacía yo con Graciela?
-Me lo quieres restregar por los morros? Hacías el cabrón.
-Más que eso, Ricardo: hacía el chulo. La obligaba a
birlarle el dinero a su jefe para dármelo a mí.
El poema había cambiado de cara. Ahora estaba en la de
Ricardo, ocupando un libro completo.
-Como ves –prosiguió Antonio-, también la librería de Jonás
marcó de algún modo mi destino. Tú el libro, yo la bolsa: ambos un modelo de
vida. Al final la descubrieron, claro, y le hicieron tomar el portante; pero
nunca dijo a nadie que el ladrón era yo. Y yo callé como un puta; más aún, huí
de ella como se huye de la peste. De todos los dislates que he cometido, que
juntos hacen legión, éste es el único del que siempre me he arrepentido de
veras. Luego he robado a menudo, claro, puesto que esa es la base de los buenos
negocios, pero nunca he guindado al unísono el dinero y la honra. Sí, a algunas
he trajinado, incluso siendo clientas, pero ésas ya tenían la honra más allá de
los bajos, junto a las naves de Ilión que Aquiles ya no defiende. Honra era
entonces lo que hoy es compuerta de los dispendios. Ilion, Isquion y pubis. Y
Aquiles en las cóncavas naves. ¿Qué te parece?
La conversación había sufrido desviaciones y torceduras,
pero ellos se encontraban a gusto: sus cuerpos había perdido la gravidez
cotidiana y sus almas flotaban sobre sus propias miserias. Se habían dicho
cosas que habían estado muchos años ocultas y ambos se habían quitado un peso
de encima. ¿O acaso la ingravidez se debía solamente al alcohol y no a la
descarga? ¡Ah! ¿Quién lo sabe? ¿Estaban en disposición no ya de contestar a esa
pregunta, sino de discernir lúcidamente la desgracia de la felicidad, o tan
siquiera lo real de lo imaginario? Sea como fuere, ellos se dejaban llevar,
como aguas cada vez más tranquilas, hacia una balsa gigante de quietud y de
olvido. El whisky edificaba en sus cabezas un remanso de paz y dejaba en los
escombros unas lenguas entarabincadas y una vocalización cada vez más ruinosa:
-¿Guieres gue te diga la verdad? –gangueó Ricardo.
-Me engantaría –replicó Antonio.
-Bues gue yo hubiera hescho igual, si hubiera tenido el
valor o la ogurrencia. Bero ya ves, en lugar de la honra y el dinero, robé tan
sólo este libro: éste brecisamente. Y aún me gostó garo, pues abenas llegué a
gasa me buse a eschar la babilla.
-Eso es lo gue envidio de ti.
-¿La babilla?
-No, la inocencia.
-Bues yo te envidio el arrojjo, el desbarbajjo, la
desfaschatez, el donjjuanismo. ¿Gue te barece? También te envidio el dinero, la
bosición, la gategoría. Te envidio todo, todo, bero lo que a duras benas te
aguanto es la guldura, gabrón; me jjode cantidad gue en mi brobio terreno me
buedan dar sobas con honda. ¿Sabes lo gue te digo?
-Gue me guieres.
-Sí, bero abarte de eso.
-Abarte de eso, ¿gué?
-Gue si yo te envidio a ti y tu me envidias a mí, nuestras
envidias se contrarrestan y abarece la admiración. ¿De agüerdo? Yo te admiro, tú
me admiras, nosotros nos admiramos. Bero dos admiraciones biunívogas se
gondrarrestan también, y entonces abarece un tuya y mía gue nos lleva al
movimiento cirgular, y éste al universo sin fronteras, gue es una forma del tiembo
y del esbacio y de la eternidad. Ahora bien, gomo todo esto no es gombrensible,
yo te brobongo una gosa: gue gada gual se envidie a sí mismo.
-Gombletamente de agüerdo: yo me guedo en tu gasa y tú te
vas a la mía. Y gue gada uno se abañe gomo bueda.
-Entonces no hay más gue hablar.
-Ni una balabra, hermano.
Poco tiempo después, alrededor de las seis de la mañana,
ambos diluían la mona en un sueño profundo y tranquilo. Tanto es así que,
ajenos al transcurso del tiempo, se dieron los buenos días cuando el sol ya
había escondido sus rayos. Poco a poco, no obstante, se fueron haciendo a la
idea de la realidad y, cuando ésta estuvo en su punto, Antonio le dijo a su
amigo:
-Son las diez de la noche, Riki, y aún tengo que preparar
unas cosas para mañana, que desgraciadamente es lunes. A las nueve tengo una
cita. Me voy.
-Bueno, yo también tengo clase a las nueve, pero no tengo
nada que preparar. De modo que esta noche, a cuyas sombras entregaré mi
vigilia, tengo este par de posibilidades: ver la tele o contar corderitos. Lo
normal es que invoque a las musas e intente dar a luz un poema; si sale con
barbas, San Antón, habré alcanzado el éxtasis.
-¿Te encuentras bien? –se preocupó Antonio, mirando a
Ricardo de frente.
-Nunca me he sentido mejor.
-No olvides lo que te he dicho: si tienes que escribir,
escribe; pero haz de las palabras un negocio.
-¿Olvidas lo que te dije yo a ti? No necesito un negocio
para comprar mis lentejas. Días vendrán en que, por encima de los
negocios, todos necesitemos el viento;
alguien querrá entonces publicar mis palabras. Y aunque no fuera así y el
silencio siga siendo absoluto, habrán servido de abono para alimentar mis
cultivos: las rosas, el aire, la belleza… Pues, ¿qué otra cosa es la vida?
Mariano Estrada www.mestrada.net Paisajes Literarios
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