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domingo, 3 de noviembre de 2019

Evocación de la señora Maruja


Foto romada de internet sin ánimo de lucro


Evocación de la señora Maruja

María Ulzurrun Oliarte, conocida en el vecindario como la señora Maruja, tenía la vida doblemente resuelta. Por un lado cobraba una pensión de su difunto marido, don Diego Erquicia Bustos, Teniente Coronel de los Ejércitos de España, rama de artillería, que no solo le daba para el gasto, sino que, bien administrada, le hubiera dado también para el ahorro. Y, por otro, tenía la pensión que ella misma había puesto en la vivienda de su propiedad, sita en el número sesenta y tantos de la calle Gaztambide, Madrid, después de un período de luctuosa soledad y claustro riguroso en el que la casa amenazaba con venírsele encima.
     Para evitarlo, decidió llenarla de huéspedes. Y así lo hizo. Mandó insertar unos anuncios en los periódicos, clavó una placa en la puerta y, ya que estaba cerca de la universidad, se puso a hacer de ama grande de estudiantes universitarios, con los que hacía un gran dispendio de humanidad, pues en ella latía la madre que no fue y la mujer que siempre había sido: una mujer esencialmente buena. Así lo reconocía el vecindario en una loa que, no obstante, iba envuelta en un punzante veneno:
     -Sí, señor, todo lo que tiene de gorda lo tiene de buena.
     Y no dejó de serlo por el hecho de acomodar a trece personas donde solo cabían seis decorosamente. Lo que pasa es que no tenía una idea muy clara de lo que significaba ser estudiante y, a medida que le fue tomando el pulso a la pensión y cariño al dinero, fue sustituyendo las mesas de estudiar por camas de dormir y llegó un día en que sus amados estudiantes universitarios tuvieron que decidirse por una de estas dos cosas: no estudiar o estudiar en posturas más o menos horizontales. Claro que siempre podían haber optado por una tercera vía: la de irse a otra pensión, cosa que no siempre es posible hacer de repente; además, en pocos sitios atan los perros con longanizas y lo normal es que nadie dé los duros a cuatro pesetas. Lo que quiere decir que, si bien la apretura era mucha, el precio era más bien reducido. De modo que el que más y el que menos, atuvo sus deseos a las sentencias inapelables de la buena señora, que decían:
      -El que quiere estudiar, estudia aunque lo cuelguen por los pies en un cuarto oscuro. ¡Cuánto más con esta hermosa luz y tumbado en la cama!
     Así  que, con el propósito firme de atender la abundante demanda, además de abarrotar las habitaciones, que eran tres como las hijas de Elena, empezó a abarrotar el comedor hasta convertirlo en una alfombra de noche, cosa que consiguió mediante la utilización de camas plegables. Ella dormía en la cocina por el mismo procedimiento, al principio sola y luego acompañada por dos elementos efímeros de una serie que tiraba a infinita. (Efímeros a voluntad, se entiende, porque a nadie la gusta dormir en la cocina velando a una camisón relleno con noventa kilos de carne, por muy humana que fuera. E infinita porque no tenía fin, el propio nombre lo dice). En el barrio había estudiantes para dar y tomar, y muchos sacrificaban la comodidad en beneficio de la distancia, ya que se ahorraban los viajes en autobús y, con los viajes, los dineros y las molestias.
      -¿Sabe lo que le digo, señora Maruja? Que este ambiente empieza a privarme.
      -¡No serás marica, por casualidad!
     La distribución de la casa no era precisamente un dechado de maravillas. Quién sabe a qué arquitecto le cupo la gloria y en beneficio de qué pergeñó semejante dislate. En primer lugar, el acceso no daba a un vestíbulo  más o menos pequeño o desafortunado, sino que daba directamente al comedor. Este aparecía lleno de puertas: la ya mencionada, dos más que daban a sendos dormitorios y una cuarta que daba a la cocina. La cocina, a su vez, daba al tercer dormitorio y al baño. Para la dueña  de la casa, en realidad, era mucho más simple: cinco dormitorios y baño. En esta última pieza, reducida y carente de ventana, se podía ejercer la intimidad que no era posible soñar en el resto de la casa. Una intimidad, eso sí, aromatizada por los propios efluvios o por las emanaciones de un ejerciente anterior, y mediatizada o interrumpida por los incesantes nudillos que tocaban a rebato en la puerta:
      -Afaña, Pepet, que tinc presa.
      -¿Ah, sí? Pues yo tengo el esfínter en plena dilatación, tensa la barriga y el apuro reflejado en la cara. Vamos, que me has cogido con la mierda en el culo.
      -No em fotis, ché, que trenque aïgues…
      -¿Y a mí que me imprime? Escúrrete en un vaso y dale de beber al sediento.
     Pero aún hay más. La señora Maruja había puesto una pensión y pretendía que fuera completa no solo espacialmente, sino también en lo tocante a sus posibles vertientes o derivaciones. De manera que, de los trece ocupantes habituales, unos cinco o seis realizaban allí sus comidas. Para ello se extendía en el comedor una mesa plegable, la cual se rodeaba de sillas de la misma condición, aunque de variada materia y arquitectura. En cuanto al estricto condumio, parece que había una abultada tendencia a huir de los platos calientes, se entiende que por comodidad.
      -Señora Maruja, aquí estamos como los bueyes de don Arturo.
      -¿Y cómo están esos bueyes, hijo mío?
      -A paja seca
      Cualquiera con dos dedos de frente se hubiera dado cuenta de que, si la pensión no cambiaba de rumbo, sería la clientela la que acabaría sufriendo una profunda metamorfosis. Un dilema escabroso, como diría Hamlet, pues cambiar la pensión significaba volver a los orígenes: menos gente, más mesas y algunas implicaciones económicas nada sencillas; implicaciones que, siendo tan fuerte la demanda, no iban a permitir soluciones eclécticas o arreglos de compromiso, por mucho que los huéspedes tuvieran favorable la disposición:
      -La cosa es bien simple, señora Maruja, aumente el precio y en paz.
      -¿Pagarías tú el doble, rico?
      -El doble no, francamente.
      -Entonces no hay más que hablar.
     De este modo, fracasadas las negociaciones, silenciadas las lenguas y dispersa la voluntad, la metamorfosis antedicha parecía inexorable. Y, en efecto, así fue. El virus entró en el comedor en forma de conductor de autobuses. Era un tipo simpático, risueño, morfológicamente rechoncho y sexualmente obsesivo que, en los ratos libres, encuadraba el “mirómetro” en el renvalso de la ventana y allí esperaba a Godot, porque otra cosa no había. Bueno, alguna vez guipó el delantal de la vecina de enfrente, moza no muy fermosa, más bien metida en edad y se supone que en dignidad y gobierno.
      -Matías, se te va a pegar el ojo al cristal.
      -Más temo yo que se me peguen las almorranas al culo.
      Estaba habituado a los estudiantes, pues conducía el autobús número doce, que iba de la Ciudad Universitaria a la Plaza de Roma, y viceversa.
     Luego vino un marica sin oficio, cuyas maneras, perfectamente disimuladas, no alarmaron a nadie en sus primeros momentos. Se coló entre la hombrada del comedor, que era numerosa, y allí hubiera quedado ad libitum de no ser porque empezaron a arrimársele las manos a la carnaza. La señora Maruja, puesta en aviso por un atribulado paciente, le escudriñó la maleta y, después de descubrirle los carmines, se la arrojó por la ventana sin mayores preámbulos y con furor cuasi uterino.
      -¡Maricón! ¿Por qué no me enseñaste el plumero?
      -Porque no te vi el polvo, rica.
      -El polvo te lo voy a dar yo a ti. ¡Degenerado! ¡Perdido!
      -Y tú gorda.
      -Gorda sí, pero decente.
      Es obvio que, en aquellos instantes, la humanidad de la señora Maruja se había vestido de cólera:
      -Es que no los soporto, a los maricas no los soporto.
      -Si no fuera tan denso el paisaje…
      -¡Qué dices tú, viruta! El que tiene larga la mano, la distancia bien la torea.
     A partir de entonces, la pensión Maruja fue habitada por huéspedes de numerosos oficios: camareros, taxistas, dependientes, repartidores… Duraban más bien poco, ciertamente, pero eran sustituidos con rapidez y, lo que es más importante, ponían menos trabas al hacinamiento. El equipaje era leve, con los libros estaban reñidos y, para colmo, pasaban pocas horas en casa. ¿Puede pedirse más? La señora Maruja había decidido aceptarlos porque un día se dio cuenta de que, cuando un estudiante se iba en pleno curso, era difícil reemplazarlo debido a las tendencias sedentarias del gremio: un gremio que, por razones obvias, solo practicaba el nomadismo en verano.
     Eso sí, las tres habitaciones estaban siempre ocupadas por estudiantes, por quienes la señora Maruja, como ya se ha dicho, sentía una especial debilidad. No tanta, sin embargo, como para devolver el comedor y la cocina a sus antiguas funciones a cambio de un razonable aumento de precio. Claro que en la vida todo tiene explicación y a veces las apariencias engañan, al menos en parte. Resulta que si largaba a los unos a cambio de aumentar el alquiler a los otros, no solo saldría perdedora en el trueque, cosa a considerar, sino que se le iba a ir al traste la compañía. Ya se ha dicho que los huéspedes eran puntales contra la soledad de la casa y seis estudiantes devorando seis libros –y esto es solo un decir-, encerrados en tres habitaciones, no lograban quitarle ese peso de encima. La casa se le hubiera seguido cayendo.
      -Si usted lo dice…
      -Sí, lo digo yo. Pero antes lo dijo Lope de Vega: “Quien lo probó lo sabe”.
     Ciertamente, la señora Maruja había probado la soledad, si bien aquella experiencia ya quedaba muy lejos y no era probable que esa fuera la causa, y mucho menos la justificación, del abuso; pues abuso era tener a tantos hombres tan incómodamente acomodados. Las causas eran muy otras y tenían muy otros nombres y producían muy otros efectos; por lo que la señora Maruja, tan mal acomodada como el que más, no paraba de meter dinero en el banco. Allí se juntaba la guinda de las pensiones, la del difunto y la suya, ambas de bulto y consideración. Por otra parte, y gracias a este mal acomodo, su gasto personal era bien reducido. Así que un buen día se presentó en la pensión exhibiendo las llaves de un Dodge.
      -¿Para qué tan grande, señora Maruja?
      -Para dar que hablar, hijo, para dar que hablar.
     Efectivamente, el coche dio mucho que hablar, incluso por teléfono. Y no ya porque fuera de esta marca o de aquella, de este tamaño o del otro, sino porque comprar cualquier coche ya era suficiente noticia.
      -¿Que se ha comprado un coche? Claro, vendiendo el alma cualquiera se encumbra.
      -No todos pueden venderla, señora.
      -Pues ella se acuesta con el diablo.
      -¿Qué me dices?
      -Lo que acabas de oír, querido. En el comedor ha puesto un templete, en los dormitorios, altillos. Y ella se acuesta en la cocina con dos legionarios…
     Pero es que no podía ser de otra forma; la lengua de los españoles es más bien viperina y el éxito ajeno lo soporta muy mal, aunque tampoco hay en ello mayor trascendencia  y en la mayoría de los casos no pasa de ser un momentáneo desahogo. En realidad, bajo esa taracea de infundios, vituperios y difamaciones, tan solo habita la envidia. ¿Y qué es la envidia? Pues eso, un deseo latente de apropiación, ya sea de los éxitos, ya de las pertenencias de los demás, sobre todo si los demás son vecinos.
      -¡Quién como usted, señora Maruja!
      -Los hay que pisan más alto, hijo.
      -Como si pisan a Dios. Para mí quisiera lo suyo.
     La señora Maruja pasaba por en medio de la turba con el porte bien alto. Poco se le daban a ella los chismes y habladurías, los cotilleos y las murmuraciones. Otras cosas, y de mucha más enjundia, le ocupaban las sienes. Por ejemplo, tenía que buscar un garaje en alquiler, algo que hizo sin demasiados apuros y por un módico precio. Luego ordenó que le llevaran allí el coche y, en tanto se sacaba el carnet de conducir, lo dejó reposar para que fuera tomando solera. De momento no podía hacer otra cosa, pues contratar a un conductor le parecía salirse de tono. Y, además, ¿para qué? ¡Eso, para qué! De modo que se apuntó a una autoescuela y, con la ilusión desbordada, empezaron para ella las clases. El calvario vino después, con los terribles  y sucesivos exámenes. Los teóricos, claro: una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces…
      -Nada, hijos, que no acierto ni una; esto es igual que las quinielas.
      -Las quinielas se rellenan a bulto, señora Maruja.
      -Pues… más o menos, hijo, más o menos: yo me guío por el examen anterior.
      -No lee usted las preguntas?
      -¿Y cómo voy a leerlas, si no se leer?
     Que el cielo nos asista, Señor. Catorce veces, catorce odiosos exámenes, catorce viacrucis del alma. Y ello por no mentar los dineros. ¿In qua urbe vivimus? ¿Qué autoescuela es esa, señora? Y a la última fue la vencida, naturalmente. ¡Por fin! Bajaron del cielo los ángeles, los coros celestiales, los liquidados ejércitos de los dioses, el sol, la luna, las estrellas… ¡Aleluya! Daba saltos, la pobre. Lo que nunca dijo a nadie fue la razón por la que obtuvo el permiso en Guadalajara: sería porque el campo estaba más llano. Y ya que lo tenía todo en su contra, digamos en su favor que el ejercicio práctico lo sacó a la primera. No sabía leer, es cierto, pero el embrague sabía ponerlo en su sitio.
      -Y a los hombres también, puedes decirlo bien alto.
      Con muchísimo gusto, señora. Y digo más, digo que esos hombres solían mirarla con rijo y le hacían proposiciones anónimas a través del teléfono. Y dado que rezumaban lujuria, aún resuena la casa con las contundentes respuestas:
      -Las tetas se las vas a tocar a tu madre, cabrón. Y si eres tan hombre como dices, ven a tocármelas aquí, ¿me has oído? ¡Aquí!
      Colgaba el auricular y, dado que sus gritos habían silenciado terriblemente la casa, ella misma deshacía el silencio con una risa sincera o con un comentario jocoso. Nada había ocurrido en el mundo, como así era en verdad, porque, vamos a ver, frente a la inmensidad del océano, ¿qué son las mondas debilidades de los hombres? En el pulso con los ligones, obsesos y tratantes de mercadillo, la partida no tuvo nunca color. Pocas veces habrán estado las cosas tan claras.
     Aprobó, pues, los exámenes y con ello se quitó un peso de encima. Ahora el problema era el coche, pues, un poco influida por el refrán, un poco engatusada por el agente, un poco por todo y más por su propia inexperiencia, resulta que se había comprado un coche que no dominaba en absoluto; y lo que es peor, se daba perfecta cuenta de que nunca lo llegaría a dominar. Mucho morro, eso sí, mucha carrocería, mucha grandeza… Aunque puestos a objetar, a lo mejor lo que faltaba era calle, pero vaya usted a llorar al Ayuntamiento. ¿Para qué le harían tanto morro? La mente se le llenaba de imágenes, latía desesperación, sudaba tinta. Americanos, burro grande, vendedor, ópera bufa… ¡Ja! ¿En qué coche aprendiste a conducir, pazguata? ¡En ese! Pues ese es el que corta el bacalao, no hay vueltas. De manera que un mal día se presentó en la pensión ocultando las llaves de un 600. La vieron entrar encogida, pesarosa, con las manos apretadas al vientre y exhumando unas preocupantes palabras: “Qué mal me siento, qué mal me siento”… En esta forma, se acercó a una cama del comedor, aquella en la que dormía el conductor de autobuses, y, dejándose caer en un extremo, exclamó:
      -¡Vaya, parece que me he sentado!
      -¿Qué ocurre, señora Maruja?
      -Nada, hijo, que he vendido el coche para comprar gasolina. No me enfadaré con vosotros si me dais el nombre de Abundio. Ahora tengo un 600.
     Aquella infausta noche no pegó un ojo; pero no por las razones que se han podido entender, que, a fin de cuentas, a ella la traían sin cuidado. Sus zozobras tenían el origen siguiente: cuando había dado su placet a la nueva adquisición, le dio por sentarse al volante, como es normal; estuvo solo un ratito, es verdad, pero fue suficiente para saber que se ahogaba en aquella apretura. Sin embargo no dijo nada. ¿Por qué? Quién sabe, tal vez por una incomprensible vergüenza. El caso es que después la devoraba un imparable hormiguillo. Tanto es así que, en los momentos más tensos de la noche, tuvo que levantarse para allanar la anfractuosidad de su cama, que era toda un rebujo. Daba vueltas y vueltas. Otro sabio refrán le atenazaba las sienes: “ni tanto ni tan calvo”. ¿Por qué era tan impulsiva? En el fondo de su corazón, si es que el corazón tiene fondo, tenía la esperanza de que su apreciación fuera errónea: sin duda el asiento podía correrse hacia atrás… Esa era la causa de sus palmarias preocupaciones, de su acongojada vigilia; las otras eran meras disculpas, ¿qué más le daba a ella un coche que otro?
     Pasada, al fin, la noche, el día vino a decirle –puesto que puso los medios para ello- que si bien no era asunto muy grave, su apreciación había sido correcta y sus desvelos estaban fundados. Sin embargo, también le vino a decir que, problemas como aquel, eran falsos problemas: el mundo estaba lleno de gentes bondadosas y, mirara donde mirara, siempre habría un alma dispuesta a empujarle la retambufa. Así fue tirando.
     Tanto tiró que, pasados unos meses, el coche pareció dar de sí, o por lo menos cayó en el olvido. Las aguas volvieron a su cauce y todo advino otra vez a su antigua monotonía, como la fuente del poeta. No todo, sin embargo. Algo nuevo había; mejor dicho, algo faltaba, pues, de lo contrario, no hubieran empezado nuevamente a derrumbarse los muros. “¿Y ahora qué ocurre, demontre? ¿No está llena la casa? ¿Qué fuerzas se ensañan con mi humilde persona?
     Cuando esto estaba ocurriendo, la tarde andaba metida en un crepúsculo vivo. Pero ella no lo notaba. Notaba, eso sí, que le faltaban las fuerzas. Arrastró una silla plegable, la abrió y, lentamente, dejó caer en ella su humanidad resignada y aparatosa. Sacó un pañuelo arrugado de su bolsillo y en él sonó las narices. Una emisora de radio, ausente muchas ondas de sus sufrimientos, emitía aquel concurso en el que ella participó de una forma impulsiva, brillante, despreocupada. ¿Recuerdas, Maruja? Tuvo gracia la cosa, pues lo hizo sin pensarlo dos veces. Llegado el impulso, se fue corriendo al teléfono, lo descolgó sin vacilaciones, marcó el número que previsoramente había anotado en la pared y, no bien descolgaron del otro lado, les espetó:
      -¿Cuarentona y sin arrugas? Tú estás hecha de tergal.
      -Perdone, ¿cómo dice?
      -¿No es ahí el programa de los refranes?
      -Sí, sí, dígame…
      -Ya digo: ¿Cuarentona y sin arrugas? Tú estás hecha de tergal.
     ¡Cómo habían cambiado las tornas! Ahora oía la radio como una cosa lejana; es más, ni siquiera la oía. Sentía sobre su alma la opresión de los muros; tenía frío en las manos, desazón en el cuerpo, mal sabor en la boca. Se ahogaba inmisericordemente en el tedio de las tardes, en las noches desveladas, en los ronquidos felices de los huéspedes… “Dios, ¿por qué me pesa el mundo de esta manera?”. Su voz era triste, su cara era grave; ya no había risa para impartir por las noches, cuando el grueso de la leva tendía las camas. Ya se había agotado la humanidad que tan generosamente derrochara entre sus amados universitarios. Más aún, empezaba a odiar a sus huéspedes: sus olores, sus libros, sus palabras, sus ventosidades. La razón de todo ello es que empezaba a odiarse a sí misma.
      -¿Qué le ocurrirá a la patrona?
      -No sé, estragos de la menopausia; dicen que las vuelve tarumbas.
     Así pasó un cierto tiempo, como un monte desmoronado. Poco a poco, no obstante, fue recomponiendo la figura hasta adquirir nuevamente sus antiguas y abandonadas maneras. Volvió a dar de comer al hambriento, volvió a ser generosa en sus ayudas a la mesnada; volvió a reír, volvió a llorar de risa con aquellos chistes tontos, entreverados de luz y de sombra.  Volvió a ser Maruja, la mujer, la madre por excelencia, la que amaba a sus huéspedes con una humanidad de ama grande. Tan honda fue la transformación que, una noche, al regresar de su paseo diario, pareció entrar en ella una procesión de alegrías. “Miradme” –parecía decir- . “Aquí un resplandor, aquí un halo, aquí un efluvio divino; un gozo, una dicha, una felicidad, un contento. Estas son mis huestes, las rosas de mi edén, los paraísos hallados más allá de la gloria… Pasad, dulcificad esta casa; estos son mis huéspedes, mis hijos, a ellos me he entregado y ellos me han dado complacencia”.
     Paso a paso, envuelta en esta aureola de imanes y de resplandores, había ganado el centro del salón, cosa que pudo hacer porque aún no habían hecho suelo las camas, y, dado que los huéspedes se habían reunido en torno a ella, ella les miró con la majestuosidad de una diosa y, desplegando una celeste sonrisa, les dijo:
      -Muchachos: tenéis treinta días para buscar alojamiento.
      -¿Es que va a cerrar el negocio?
      -El negocio sí, lo cierro; pero voy a abrir muchas cosas. Voy a abrir las ventanas a la luz, voy a abrir las puertas a la felicidad, voy a abrir los goznes de la alegría, voy a abrir la casa para que entre el amor… ¡Ah, voy a casarme, hijos míos!
     Corría el  2 de enero de 1970. El 3 de marzo, con lágrimas sinceras en los ojos –no en vano llevaba allí cuarenta años ininterrumpidos-, se iba el último huésped. A ella le dolía el corazón, ciertamente, pero, en otras circunstancias, se le hubiera hecho papilla. Ahora no empujaban las paredes ni se venían abajo los techos; muy por el contrario, la ilusión llenaba el vacío y aún sobraba mucha para ocuparla en las vicisitudes del traje de novia. La boda se fijó para el 7 de julio, San Fermín: los novios estuvieron de acuerdo en honrar a su patrón,  pues ambos era de procedencia navarra. El día 4 de abril entraban los albañiles a remendar las paredes. Para el 5 de mayo ya habían terminado los pintores. El 6 de junio ya estaban en su sitio los muebles y las cortinas. Y el 7 de julio hubieran sido felices de haberse celebrado la boda. No quiso Dios que así fuera, y a cambio se oficiaba un entierro: don Andrés Olano Etulain, que ese era el nombre de aspirante a marido, moría en accidente de tráfico cuando, el día 6 de junio y a lomos de un 600, se aproximaba a Madrid por la carretera de Burgos.
     Requiescat in pace
     Las personas que le acompañaban resultaron heridas de diversa consideración, pero entre ellas no estaba la señora Maruja. A esta le reservaba el destino una nueva batalla con la soledad. Para librarla, acaso necesitara el apoyo de sus queridos estudiantes universitarios. Pasados los primeros dolores, en alguien tendría que volcar su corazón, su humanidad, su truncado sentimiento de madre.
     Villajoyosa, 1989
     Mariano Estrada, del libro Los territorios de la inocencia (2014)

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