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lunes, 30 de julio de 2012

Elogio de la poesía



Foto M. Estrada, El Charco, Villajoyosa (Alicante)


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Elogio de la poesía

Una de las mayores ponderaciones que, a lo ancho de mis modestias literarias, he oído hacer de la poesía, no procede de un poeta más o menos excelso, ni de un erudito profesor de barba luminosa, ni de un catedrático arropado por solvencias necesariamente encomiables; ni mucho menos de un crítico de los que ponen sus juicios a disposición de los suplementos semanales de los periódicos.

Y miren ustedes que, detrás de esta somera enumeración, está toda la hueste literaria reconocida: la que ama la literatura, para su bien y el nuestro, y la que sólo vive de ella, para desgracia de todos. (Aclaro que esto último -renegación incluida-, no es ni más ni menos que lo que ocurre en la mayoría de las profesiones, porque, ausente la vocación, el trabajo dignifica en todas partes lo mismo).

Claro que en el campo de la literatura, tan ingente como proceloso, la poesía es la eterna  hermana menor. Peor aún que eso, es la prima a quien se le tocan ardorosamente las adolescencias, la inocente yema que tiene aspiraciones a rosa, la rosa misma en su estado anterior a la libación de los fogosos jardineros que le juraban amor y eternidad y que luego se dieron a la fuga. ¿O no es verdad que la mayoría de los poetas acaba relegando sus primeras inclinaciones, a menudo pasionales hasta  extremos casi enfermizos, en beneficio de otras cosas mucho más calculadas, prometedoras y consistentes? Y tan dignas como aquéllas, por supuesto, de no estar mediatizadas, adulteradas e incluso corrompidas por los  propósitos irreductibles de las editoriales, que no son dechados de inocencia ni hermanitas de la caridad, ni tampoco hay por qué ni para qué en un mercado libre en el que ellas precisamente, y no sus atribulados servidores, tienen la sartén por el mango.

Ni que decir tiene que una buena parte de los que ponen a la sombra sus madrugadores escarceos con la lírica, por suerte a veces y a veces por desgracia,  se descalabra en sus forzados peregrinajes por los agrestes terrenos de la literatura-posibilidad o se desfonda simplemente en los aceros de sus pesadas cadenas. En tanto que, lejana e impertérrita, la poesía resiste el abandono y permanece en sus principios esenciales, en sus sabores a miel y a intimidad, en sus hojas de flor escarnecida y humillada pero hermosamente incorrupta.

No, no fueron los poetas ni los profesores, no fueron los catedráticos ni los críticos. Fue una voz anónima y exultante: la voz de una persona cuyos títulos desconozco y que, en una exposición de pintura, tratando de expresarle a su pareja los sentimientos suscitados por un cuadro, dijo:

- ¡Mira, mira ése... Es tan... ¿No ves que parece poesía?

Desde una actitud vital razonablemente poética, no deja de ser significativo -además de gratificante-, que para resaltar la belleza de una obra de pintura, cuyo predicamento es mayor que el de la propia poesía, se recurra a ésta de forma tan primaria y natural y a la vez tan profunda y luminosa. Aunque fue un canto indirecto, y hasta puede que escapado a la consciencia de su autor, en mis tímpanos resuena todavía como uno de los mayores elogios que se han hecho jamás de esta dama paciente y relegada. Y si no digo el mayor es porque tan elocuente y categórica exultación no estaba dirigida a una pieza de música.

Mariano Estrada, 21-10-2000

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