Foto M. Estrada, El Charco, Villajoyosa (Alicante)
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Elogio de la poesía
Una de las mayores ponderaciones que, a lo ancho de mis
modestias literarias, he oído hacer de la poesía, no procede de un poeta más o
menos excelso, ni de un erudito profesor de barba luminosa, ni de un
catedrático arropado por solvencias necesariamente encomiables; ni mucho menos
de un crítico de los que ponen sus juicios a disposición de los suplementos
semanales de los periódicos.
Y miren ustedes que, detrás de esta somera enumeración,
está toda la hueste literaria reconocida: la que ama la literatura, para su
bien y el nuestro, y la que sólo vive de ella, para desgracia de todos. (Aclaro
que esto último -renegación incluida-, no es ni más ni menos que lo que ocurre
en la mayoría de las profesiones, porque, ausente la vocación, el trabajo
dignifica en todas partes lo mismo).
Claro que en el campo de la literatura, tan ingente como
proceloso, la poesía es la eterna
hermana menor. Peor aún que eso, es la prima a quien se le tocan
ardorosamente las adolescencias, la inocente yema que tiene aspiraciones a
rosa, la rosa misma en su estado anterior a la libación de los fogosos
jardineros que le juraban amor y eternidad y que luego se dieron a la fuga. ¿O
no es verdad que la mayoría de los poetas acaba relegando sus primeras inclinaciones,
a menudo pasionales hasta extremos casi
enfermizos, en beneficio de otras cosas mucho más calculadas, prometedoras y
consistentes? Y tan dignas como aquéllas, por supuesto, de no estar
mediatizadas, adulteradas e incluso corrompidas por los propósitos irreductibles de las editoriales,
que no son dechados de inocencia ni hermanitas de la caridad, ni tampoco hay
por qué ni para qué en un mercado libre en el que ellas precisamente, y no sus
atribulados servidores, tienen la sartén por el mango.
Ni que decir tiene que una buena parte de los que ponen
a la sombra sus madrugadores escarceos con la lírica, por suerte a veces y a
veces por desgracia, se descalabra en
sus forzados peregrinajes por los agrestes terrenos de la
literatura-posibilidad o se desfonda simplemente en los aceros de sus pesadas
cadenas. En tanto que, lejana e impertérrita, la poesía resiste el abandono y
permanece en sus principios esenciales, en sus sabores a miel y a intimidad, en
sus hojas de flor escarnecida y humillada pero hermosamente incorrupta.
No, no fueron los poetas ni los profesores, no fueron
los catedráticos ni los críticos. Fue una voz anónima y exultante: la voz de
una persona cuyos títulos desconozco y que, en una exposición de pintura,
tratando de expresarle a su pareja los sentimientos suscitados por un cuadro,
dijo:
- ¡Mira, mira ése... Es tan... ¿No ves que parece
poesía?
Desde una actitud vital razonablemente poética, no deja
de ser significativo -además de gratificante-, que para resaltar la belleza de
una obra de pintura, cuyo predicamento es mayor que el de la propia poesía, se
recurra a ésta de forma tan primaria y natural y a la vez tan profunda y
luminosa. Aunque fue un canto indirecto, y hasta puede que escapado a la
consciencia de su autor, en mis tímpanos resuena todavía como uno de los
mayores elogios que se han hecho jamás de esta dama paciente y relegada. Y si
no digo el mayor es porque tan elocuente y categórica exultación no estaba
dirigida a una pieza de música.
Mariano Estrada, 21-10-2000
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