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jueves, 11 de mayo de 2023

Los gatos. De TIERRA DE ROBLES. La novela de Martina

 

Gato. Acuarela Martina. Trabajo de plástica que acabó
en el cole, donde ya no tuve acceso

 

Quinta jornada Los gatos
De TIERRA DE ROBLES. LA NOVELA DE MARTINA

D

e todas las actividades que Martina mantenía diariamente en Muelas de los Caballeros, Zamora, en agosto de 2019, la que más le gustaba era la de domesticadora de gatos. Una actividad voluntaria y gratificante en la que se vio envuelta por azar. Ella no sabía que en Muelas se iba a encontrar con tantos gatos. El tiempo que permanecíamos en casa no hacía otra cosa que convivir con ellos y con una perrita blanca llamada Bruma, que estuvo algunos días con nosotros.


   Así fue como conoció un día a Rayo, un gatito que, al principio, era tan arisco que no permitía que nadie se acercara a él ni a dos metros, anticipándose de este modo a la distancia social que unos meses más tarde, nos impondrían a todos a causa de la pandemia del coronavirus. Pues bien, Martina, con mucho mimo, con un tacto exquisito y con una paciencia que normalmente no tiene, logró domesticarlo y disponer de él a su antojo, algo que a priori parecía realmente imposible. Lo cogía en brazos, lo subía al cuello y a los hombros, lo llevaba apoyado a la cadera, donde la Violetera llevaba los nardos y, en resumen, hacía con él lo que le daba la gana. Por entonces, Rayo tenía solo tres meses y, cuando Martina lo conoció, era como un calambre desconfiado, si es que existe tal cosa.
—No creo que exista, abuelito, pero yo lo entiendo.
—Pues con eso me basta, Martina. Y aún me sobra.
Por otra parte, Rayo tenía una hermana que se llamaba Pipa y la madre de los dos era Luna. Pipa era una gatita negra a la que, por ser un tanto apocada, los otros no dejaban acercarse a los platos de la comida. Martina puso orden en este contencioso y, al final, fue justamente admitida en los comedores gatunos, todos obsequio de la casa. Martina era la dosificadora oficial y la remediadora de todos los desaguisados.
—No te olvides de Tito, abuelo.
—Es verdad, había por ahí un Tito, pero ahora no sé dónde ponerlo.
—¿Es que no aprendes nada de nada? Te lo he explicado todo hace un rato, ¿y ya no recuerdas quién era Tito? Tito era el padre de Rayo y de Pipa. A ver si lo aprendes de una vez.
—O sea, el marido de Luna.
—¿El marido de Luna? Sigues sin entender nada de la vida moderna. Tito era soltero.
Finalmente, recostado en la repisa espaciosa de una ventana, de la que solo bajaba para comer, residía el viejo Cuco, un gato aristocrático que estaba acostumbrado a vivir en un piso de Valladolid, con la niebla y el frío, y no en una casa de Muelas con un precioso patio de flores para la confluencia social y un montón de tejados de pizarra para que los gatos del lugar pudieran correr a su antojo y, en ocasiones, cazar ratones y pájaros, para lo cual se amagaban detrás de los caballetes con el objeto de no ser descubiertos por la presa.
—Es que Cuco es muy mayor para correr por los tejados, abuelito, ¿no ves que no puede con su alma?
—Cuando quiere sí puede, Martina, que yo lo vi abalanzarse contra un bichito tonto que estaba posado en el sofá. ¿No has visto los arañazos que dejó en el respaldo? Parecía un tigre.
—Sí, el tigre que perdió sus rayas.
—No, el otro, el de Borges.
—Ya estamos con los poetas...
—Perdona, Martina, es que me lo pusiste tan a tiro... Pero no te preocupes, no pasaremos por su pueblo. Ya sé que te gusta Buenos Aires.
—Claro, abuelito, y también me gusta aquello que me dijiste de la lluvia... ¿Cómo era?
—Que la lluvia sucede en el pasado.
—Eso, aunque te moje en el presente... ¡Qué gracia!
—Sí, no deja de ser gracioso. ¿Dónde estábamos?
—Estábamos con el Cuco...
—Entonces volvemos con él, si te parece.
Pues bien, el viejo Cuco, que era hermoso «como un león al mediodía», no acababa de aclimatarse a los amplios espacios de la casa de Muelas, a pesar de los mimos y arrumacos de Martina y de todos los demás habitantes de la casa. Mimos y arrumacos que no siempre admitía, lo que no deja de ser curioso. Tal vez fuera porque en Valladolid tenía una compañera preciosa a la que estaba acostumbrado, una perra blanca llamada Bruma que, como él, era un poco mayor. De hecho, la Bruma estuvo unos días en Muelas con nosotros y al Cuco se le veía más animado. Luego se fueron los dos con Raquel, que es su dueña y señora, y nosotros sentimos que una parte de la casa quedaba vacía. Martina era la que más lo notaba, porque con Bruma había hecho muy buenas migas. Era una perra tan buena y tan cariñosa que, cuando estábamos con ella, nos hacía a todos mejores.
—Es verdad, abuelito, yo me sentía muy bien a su lado y la quería un montón, pero un montón bien grande.
—Toma, como que alguna vez bailaste con ella.
—Cierto, con ella y con Raquel, una tarde en el río. ¡Qué graciosa! Quería seguir nuestros movimientos, que eran contorsiones difíciles de imitar por una perra. Pero lo hacía muy bien. Lástima que se fueran a Valladolid.
—Bueno, pero te quedaba Rayito, y te quedaban también los otros gatos: Tito, Pipa y Luna.
—Es verdad.
—Y estaban Charo y Jose, los dueños de la casa, que te mimaban, te querían y cuidaban de ti. Y Jose, a veces, te hablaba con la voz del mismísimo pato Donald.
—Sííí... Y lo hacía tan bien... Lo hace súper bien, abuelito. ¿A que sí?
—Pues claro, era como su hubiera otro animalito en la casa.
—Y realmente lo había, ¿no sabes que Jose me trajo un peluche de La Bañeza que era el pato Donald?
—Claro que sí, y dormías con él.
—Y contigo.
—No me lo recuerdes, Martina, sabes que la cama era enorme, pero solo había sitio para ti... ¿Siempre duermes atravesada?
—No sé, ¿vas a enfadarte ahora conmigo, y por tan poquita cosa?
—No, mujer, si no me enfadé entonces, cuando no me dejabas dormir y casi me tiras de la cama, ¿cómo voy a enfadarme ahora? Anda, sigamos con el recuento.
—Vale, sigamos.
—Recuerda que también estuvieron Lisi y Ximo, los valencianos. Con ellos ibas al río, cuando yo dormía la siesta. Y Ximo, además, te llevaba a hombros y a veces cuatro patas, como si fuera un caballo.
—Es cierto, qué buenos son los dos. Y qué altos y qué guapos. Cuánto los quiero a todos. ¡Madre mía!
—Y no te olvides de Nano, el perrito de Tere y de Ángel, a los que íbamos a ver de vez en cuando a su casa.
—Te estás liando otra vez. El Nano es de su hijo Guillermo.
—Bueno, pero Guillermo estaba más atento a otras cosas, como a la moto. Al perro no le hacía ni caso. Además, solo estuvo un fin de semana. Tenía que trabajar y no le dieron más días de permiso.
—Qué malos son los jefes.
—Pero peor fue lo de Antonia, que tuvo que irse a Kiev y no pudo venir a Muelas con nosotros.
—Es verdad, pero la vimos en Villajoyosa.

Nota
La jornada sigue con el famoso gato de Kiev, pero eso lo contaremos otro día


Mariano Estrada

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