Justel, frente a la casa de la Faviana, al lado de la Iglesia. Foto. M. Estrada
Momentos biográficos
Queridos amigos:
Es cierto que a menudo
hacemos un mundo de la cosa más nimia, pero también es verdad que, en ocasiones,
la cosa más nimia se apodera de nosotros y nosotros, que distamos de ser
genios, nos hacemos la picha un lío (tal vez no debiera decir estas cosas, que
son “grande pecado”). Veréis, el lío empezó el día en que me sucedió la ventura
de tener que poner en la solapa unos apuntes biográficos, no en la solapa de la
chaqueta, por supuesto, donde en tiempos no lejanos los chulos ponían una flor,
salvo un tal José Miguel que, llegado de Buenos Aires, traía la flor en el culo.
Me refiero a la solapa de los libros, que es donde se exhibe el santoral, con
la letanía de Nuestra Señora y los misterios
gozosos del rosario. Así, me ocurrió que, tomando en las manos el bolígrafo -aún
no había llegado el tiempo de experimentar con ratones-, quise poner sobre el
papel el lugar de mi nacimiento y... mirad, mirad, amigos, cómo se complicaron
las cosas.
En cuanto al resto del
relato... No sé, son hechos normales en el desarrollo de un niño al que le
hayan dado a mamar de cuatro tetas, al que le hayan prohibido la lectura a los
tres años de edad, al que hayan separado de la inestimable compañía de los
árboles y los pájaros para someterlo, bruscamente, al silencio escrupuloso de un internado de
dominicos.
PD: que nosotros hagamos un
mundo de la cosa más nimia y que la cosa más nimia se apodere de nosotros,
puede parecer que es exactamente lo mismo. Para airear la distancia entre ambas
cosas voy a deciros lo que me contestaba mi madre cuando yo, mimosa y
zalameramente, le hacía la siguiente declaración:
-Mamá, me duele la cabeza.
-Pues duélele tú a ella,
hijo, y así estaréis en paz.
Momentos biográficos
El
hecho de nacer en Justel, donde nací, y
no en Muelas de los Caballeros, donde mis padres me llevaron a vivir cuando aún
era un mocoso, no tiene relevancia ninguna, porque, como dice el escritor
argentino Jorge Luis Borges, La puerta es
la que elige, no el hombre. Y, en todo caso, otros eligieron por mí, fueran
puertas borgeanas, imperativos geográficos, determinismos divino-antropológicos
o la firme voluntad de mis padres, en la cual no creo demasiado por pura
aplicación de la lógica. ¿Cómo iban ellos a decir: este niño va a nacer en
Justel, pero queremos que nazca en Justel, siendo que no había alternativa a
esta evidencia? Podría haber ocurrido, no lo niego, pero ¿cómo hacer un acto de
afirmación sobre lo obvio sin una causa precisa? Seguro que, detalles como
éste, a mis padres les pasaban desapercibidos.
Sea
como fuere, lo cierto es que nacer en Justel y trasladarse a Muelas tan pronto,
siendo lugares tan pequeños y tan cercanos -apenas seis kilómetros de
distancia-, sólo acarrea inconvenientes
a la hora de esbozar esos apuntes de biografía que requieren las solapas de los
libros. Porque decir: “soy de Muelas de los Caballeros” no aclara mucho las
cosas, pero decir: “nací en Justel, aunque mis padres me trasladaron a Muelas de
los Caballeros siendo aún un pimpollo”, ¿no es una pormenorización excesiva e
incluso una vana minuciosidad?
Pentes
dice que no. Y como Pentes es de Justel, si bien no sale de Muelas, no tolera
que me proclame de Muelas siendo que he nacido en Justel. ¿Y qué soy yo,
entonces, para Pentes, un traidor, un renegado, un desagradecido? Pues no,
señor, soy “un cabronazo de la hostia porque, me cago en ningún dios, Marito,
tú no puedes hacerle esto a tu pueblo, que tú naciste en Justel, mamón, en
pleno barrio de arriba, en la casa donde hoy vive Honorino, el de la Pillana”. (Donde dice
Pentes, vale decir José Vicente. En cuanto a mí, en Justel siempre me han
llamado Marito).
Pero,
claro, desde este luminoso Mediterráneo, donde tengo actualidad domiciliaria
-en el concreto lugar de El Montiboli, de la ciudad de Villajoyosa-, ¿qué más
da Justel que Muelas de los Caballeros, si ambos se funden y se confunden, si ninguno de los dos merece un nombre en el
mapa general de carreteras del Ministerio de Fomento y todo se resuelve en un
pequeño rincón figurativo en el que tanto monta Muelas como Justel? Sin
embargo, si tienes que acudir de vez en cuando a las ventanillas de la
Administración, sean estatales o autonómicas, tampoco te quedan más narices que
entrar en los detalles y concretar exactamente los topónimos, como haces con el
nombre y los apellidos, no valiendo elusiones de esta guisa: “Soy de un pueblo
pequeño de la Carballeda”, porque seguro que te van a preguntar: “¿Cómo se
llama?” Y tú no puedes salir por la tangente diciendo que Mariano. Porque,
mira, suponiendo que te traten de usted, tú silbas muy mal, Suecia está muy
lejos y en Zamora cantan mucho los nórdicos.
¡Ah!
¿No había dicho aún que Zamora es la provincia afortunada, es decir, la elegida por los dioses para contener a
estos dos pueblos carballeses para mayor gloria del mundo? Pues sí, a Zamora le
cabe ese aleluya de gozo, como le caben otras muchas cosas, pero esas cosas la
huyen y la rehúyen y no la quieren llenar porque aseguran que es muy pobre muy
pobre, y también muy profunda muy profunda, y que está muy cercada muy
cercada... “Usted no, señor, su pueblo. ¿Cómo se llama su pueblo?”.
A
propósito, ¿cuántos habitantes tiene tu pueblo, Mariano? –me preguntan
indefectiblemente los curiosos.
-¿Cuando
estoy yo? –acostumbro a responder, disfrazando de banalidad lo que es realmente
una tragedia. (Téngase en cuenta que la emigración ha llevado a los pueblos de
este tipo a una auténtica ruina demográfica, ya que no directamente a la
muerte).
Pues bien, a este hermoso
rincón del Noroeste de España, bordeando la humildad y el espesor del frío, yo
llegué en el rabión de una tormenta que, en el año 1947, se extendió por el paisaje. Y apagó la luz, supongo, ya que mis
vivencias de leche se han hundido en la sombra, pese a la amplitud temporal de
mi lactancia en la que, dicen, chupé del pezón de cuatro tetas. Por eso tuve
dos madres, y, aunque es cierto que madre sólo hay una, la segunda se llamaba
María Antonia, la Faviana,
mujer de mucho empuje, a la que he
querido siempre y a la que he guardado respeto y gratitud, a pesar de otra
leche que me dio, ésta en la mejilla, un día en que, tras mucho tiempo sin
vernos, pretendí saludarla con la mano. “¿A mí me das la mano, mamón, a mí, que
te he dado la teta?”.
¿Fue una salida de lugar, de
tono? No, fue una salida de la
Iglesia, a plena luz del sol, después de la misa interminable
de un domingo próximo al verano. El día era radiante, la gente estaba de
pie, pulcramente mudada, sin otra cosa
que hacer que fomentar el cotilleo elemental y defenderse, tal vez, de las presiones del botón de la camisa, a
las que los hombres de los pueblos no se acaban de acostumbrar: “Vaya hostia,
muchacho, ni el cura las imparte de ese calibre”. Pero ella, que sopesaba otras
leches anteriores, mucho más profundas y
nutricias, me sujetó por el cuello, tiró con fuerza de mí, me arrastró hacia sus labios y, poniendo las
cosas en su sitio, me estampó un beso de
madre de los que nunca se terminan de agradecer. Bendita seas, Faviana, María
Antonia, mujer, benditas sean las leches que me diste...
La luz que, pretendidamente,
se apagó con la tormenta de mi nacimiento, consistía en una tímida vela, tal
vez un candil o un farol, y hasta puede que una simple luminaria de brezo, que
las había, aunque éstas tenían la virtud de lo barato y, consecuentemente, el defecto de ser pobres de presencia, pobres
de duración, pobres de espíritu, más pobres incluso que las casas que tenían
que alumbrar, que supuestamente alumbraban.
Pero justo es decir que,
valiéndose de algunas de esas luces, y no de las del día, mis ojos aprendieron
a leer a la entrañable edad de tres años. Cuatro o cinco después, esperando la
luz de promisión con la impaciencia de un deseo ferviente, mi familia fijó
todos sus ojos, que eran muchos -aunque algunos no contaban-, en una especie de
pera de cristal, de la cual se decían maravillas: “Alumbra mucho, sí, ahora ya
puedes leer aunque no sepas”.
Aquellos latigazos
fundacionales, zis-zas, zis-zás, que iban y venían sin acabar de encender el
filamento del artilugio, los tengo en la
memoria con más intensidad que la que puede transmitir una bombilla de
veinticinco, incluso de veinticinco de diciembre; bombilla que, a mi modo de
ver, se hubiera sostenido en el espacio con sólo las miradas de los
hipnotizados espectadores, sin necesidad del casquillo de baquelita -o de lo
que fuera realmente el casquillo-, ni de
aquel cable trenzado que colgaba de una tarde gastada y expectante que,
envuelta en el misterio, iba por sus pasos hacia una noche de gloria: “Hágase
la luz”...
Y la luz apareció de repente,
ya para quedarse con nosotros. Y los ojos contemplaron el milagro de la
iluminación que relegaba el farol a las tinieblas exteriores, más allá de los
trastos inservibles, más allá de la cuadra de las vacas y los cerdos, más allá
del corral de las gallinas, a la calle desnuda, a los campos oscuros e
insondables, a la espesura infinita y misteriosa...
Algún
tiempo después, que tampoco requiere una excesiva precisión, pero que puedo
precisar si es necesario, mis padres se trasladaron a Muelas de los Caballeros.
Ello conllevaba las molestias inherentes a una nueva vida: nueva casa, nuevas amistades, nuevos horizontes, nueva
escuela... Escuela que, por cierto, yo pisé muy poco, y no por su suelo irregular, hecho con madera a medias
curas, sino porque fui devuelto a Justel, como las cartas que no encuentran
destino. Debo decir en este punto que mi padre, tozudo en sus propósitos, no
cejó en el empeño de mejorar mi educación elemental hasta verme enrolado en
Quintanilla, a sólo dos kilómetros de Justel, ocho de Muelas, donde impartía
sus clases don Ignacio Cilleros Bueno, “maestro donde los haya”, según el
veredicto general, por nadie desautorizado ni discutido.
Era
tanto el influjo que ejercía don Ignacio sobre la gente que, mi padre, en atención
a sus consejos, no dudó en privarme de los anchos beneficios de la lectura: “No
hay tu tía, Daniel, o le quitas los libros o el niño se repasa”. ¿Se repasa?
¿De dónde sacaría don Ignacio tan sorprendente diagnóstico y por qué aplicar en
mí aquel drástico antídoto, siendo yo tan sano y tan alegre y andando tan ajeno
a los asuntos de caballerías, salvo algunos muy privados que apuntaban a una
yegua rojiza con un potrillo salvaje? ¿Suponía el maestro, quizás, que mi vida
se iba a anclar en los libros? Pero, señor, si sólo leía a ratitos por la
noche...
Además de maestro de una
pieza, honorable y probo, de lo cual no hay rastro de duda, en ese punto preciso y prescolar, don Ignacio
hizo de Ama y de Sobrina, tanto como de Cura y de Barbero. Debo añadir que con
un éxito rotundo, ciertamente, ya que el placer de la lectura no volvió a
metérseme en el alma ni siquiera con el advenimiento de la electricidad, que
hizo a muchos ojos lectores. A propósito, la electricidad, en un momento
preciso de ese tiempo de luces en el que las tradicionales agonizaban, lo que
me hizo ser de veras fue dibujante de gatos y de trébedes y de fuegos que
acababan entonando los rincones más
helados de la cocina, donde estaba la masera del pan. Lástima que no conserve las muestras.
Pero el
camino que mis padres pretendían para mí, no se limitaba a las escuelas de
estos pueblos, sino que, antes o después, iba a trascenderlas con preces. De
ahí que en el año 1960, con el guarismo 334 bordado en cada una de las prendas
obligatorias de mi vestuario, yo me viera ingresando en la Fundación Virgen
del Camino de los Padres Dominicos, es decir, en un Colegio Apostólico que, a
cinco kilómetros de León, tenía la
Orden de Predicadores. ¿Iba, pues, para fraile? De momento estaba oyendo
campanas: las de aquella torre esbelta de hormigón que el insigne arquitecto
don Francisco Coello de Portugal, OP, había hecho apuntar a las alturas. Gloria in excelsis Deo, parecían
exclamar, con éxtasis fervoroso, los
bronces de José María Subirachs, desde la fachada principal del Santuario. Ese
fue el momento en el que yo, ave de aires libres, enfilé los corredores de la
disciplina, que es otro aspecto del mundo, donde estaban los silencios, las
palabras, la meditación, la música, los deportes y los libros.
Cuando
se trata de estudiar y, por desgracia,
no se tienen los medios económicos oportunos, sino sólo una voluntad
imaginativa, las argucias de un padre pueden ser coincidentes con los caminos
de Dios, a quien no hay dios que suspenda por escribir con los renglones
torcidos. Máxime en caminos señalados en los que se interpone nominalmente La
Virgen. El tiempo hablaría por su boca, como siempre; pero, en todo caso, y
dijera lo que dijera, jamás le quitaría las razones a mi padre, y mucho menos
los méritos. Él y yo sabemos que, por mí, hizo mucho más de lo que pudo.
22-11-2002
Muelas de los Caballeros, Plaza de Matalera. Foto M. Estrada, tomada desde casa.
Mariano Estrada www.mestrada.net Paisajes Literarios
No hay comentarios:
Publicar un comentario